viernes, 26 de octubre de 2012

Fé...

La fe aparece donde menos se espera, y flaquea donde debiera estar floreciente. Déjese asombrar por Dios, y anímese a creerle. Los evangelios por lo general usan los milagros para resaltar el poder y la autoridad de Jesús. Sin embargo, por lo menos nueve historias se concentran en la fe. “Tu fe te ha sanado”, solía decir Jesús para cambiar la atención en su persona y llevarla a la persona sanada. El poder milagroso no solo venía de su lado; a veces dependía, por alguna razón, de la respuesta del individuo.


Una vez leí todas las historias de milagros, y encontré que revelan diferencias notables de los grados de fe. Algunas personas demostraban una fe osada, inquebrantable, como un centurión que le dice a Jesús que no se molestara en visitarlo, que con solo una palabra podría sanar a su siervo a larga distancia. “Les aseguro que no he encontrado en Israel a nadie que tenga tanta fe”, declaró Jesús, asombrado.

En otra ocasión, una mujer extranjera persiguió a Jesús mientras Él buscaba paz y quietud. Al principio Jesús no le contestó palabra alguna. Luego respondió en forma brusca, diciéndole que no lo enviaron a las ovejas perdidas de Israel, no a los “perros”, refiriéndose a la categoría de ella, como una gentil.
Pero nada disuadía a esta mujer cananea, y su perseverancia conquistó a Jesús. “¡Mujer, qué grande es tu fe!”, dijo Él.
Al parecer a Jesús le impresionó que como extranjeros, estas eran las personas menos probables para demostrar una gran fe. ¿Por qué un centurión y una mujer cananea, que no tenían raíz judía alguna, debían confiar en un Mesías que sus propios compatriotas dudaban aceptar?

Estas historias me avergüenzan, porque rara vez tengo una fe tan excepcional. A diferencia de la mujer cananea, el silencio de Dios me desanima con facilidad. Cuando mis oraciones parecen no ser contestadas tengo la tentación de rendirme y no pedir de nuevo. Tengo más facilidad para identificarme con el hombre indeciso que declaró a Jesús: “¡Creo; ayuda mi incredulidad!”  Muy a menudo me encuentro repitiendo estas palabras como un eco; algo entre fe e incredulidad, pensando cuánto me estoy perdiendo por mi falta de fe.

A veces Jesús se asombraba por la falta de fe que encontraba en su camino. Marcos hace este comentario extraordinario acerca de la visita de Jesús a su pueblo natal: “No pudo hacer allí ningún milagro, excepto sanar a unos pocos enfermos al imponerles las manos”. En una forma extraña, el poder de Dios se “paralizó” por la falta de fe.

Al leer las historias noté que, para mi sorpresa, las personas que más conocían a Jesús a veces flaqueaban en su fe. Fueron sus propios vecinos los que dudaron de Él. Juan el Bautista, el que había proclamado “¡He aquí, el Cordero de Dios!”, lo cuestionó después. Y varias veces, Jesús comentó con asombro la incredulidad de los doce discípulos. Aquí pareciera obrar una curiosa ley de inversión: aparece la fe donde menos se espera, y flaquea donde debiera estar floreciente.

Hace algún tiempo nuestra iglesia en Chicago enfrentó algo como una crisis. El pastor se había ido, la asistencia estaba disminuyendo, un programa de alcance a la comunidad ahora se veía amenazado. El liderazgo sugirió una vigilia de oración durante toda la noche.
Varias personas hicieron preguntas: ¿No era peligroso para los hermanos que viven en los barrios pobres? ¿Deberíamos contratar guardias o escoltas para el estacionamiento? ¿Y si nadie viene? Con calma aclaramos la lógica y lo “práctico” de dicho programa. Y a pesar de todo, se programó la noche de oración.

Para mi sorpresa, los que reaccionaron con más entusiasmo a la vigilia de oración fueron los miembros más pobres de la congregación, un grupo de ancianos de un plan de viviendas. No pude dejar de pensar cuántas de sus oraciones se quedaron sin respuestas a través de los años –después de todo, vivían en casas precarias, entre el crimen, la pobreza y el sufrimiento– y, sin embargo, demostraron tener una confianza como la de un niño, en el poder de la oración.
– ¿Cuánto tiempo quieren quedarse, una o dos horas? –preguntamos, pensando en los problemas logísticos del servicio de transporte.
– No, nos quedaremos toda la noche –respondieron.

Una señora de color, de más de noventa años, que camina con un bastón y apenas puede ver, le explicó a un miembro del personal por qué quería pasar la noche sentada en los bancos duros de una iglesia.
– No tenemos tanta educación y no tenemos tanta energía como algunos de ustedes que son más jóvenes. Pero sí podemos orar. Tenemos tiempo y tenemos fe. De todas formas, algunos de nosotros no dormimos mucho. Pero podemos orar toda la noche, si es necesario.

Y así lo hicieron. Todos aprendimos una nueva lección de fe: La fe aparece donde menos se espera y flaquea donde debiera estar floreciente.

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