Cuenta una antigua leyenda noruega acerca de un hombre llamado Haakon, encargado de cuidar una ermita en la que había una cruz muy antigua, a la que acudía la gente para orar con mucha devoción a Cristo.
Un día el ermitaño Haakon, se arrodilló ante la cruz y dijo: Señor quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu lugar, quiero reemplazarte en la cruz.
El Señor abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:
-Amado hijo, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.
-¿Cuál, Señor?, preguntó Haakon.
-¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!, respondió el viejo ermitaño.
-Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de permanecer siempre en silencio.
Haakon contestó: -¡Os, lo prometo, Señor! Y se efectuó el cambio.
Nadie advirtió el cambio. Nadie reconoció al ermitaño, colgado en la cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y éste, por largo tiempo, cumplió el compromiso. A nadie dijo nada.
Pero un día, llegó un rico y al irse después de haber orado, se olvidó su billetera. Haakon lo vio y calló. Dos horas después vino un pobre, vio la billetera y se la quedó. Tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después, para pedirle su bendición antes de emprender un largo viaje.
En ese momento volvió a entrar el rico en busca de su billetera. Al no encontrarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se dirigió al joven y le dijo en forma acusadora:
-¡Dame la billetera que me has robado! El joven, sorprendido, replicó:
-¡No he robado nada!
-¡No mientas, devuélvemela enseguida!
-¡Le repito que no he tomado ninguna billetera!, afirmó el muchacho. El rico arremetió furioso contra él. Pero en ese instante, se escucho una fuerte voz: ¡Detente!
El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven, increpó al rico por la falsa acusación. El rico se quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje.
Cuando la ermita se quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo:
-Baja de la Cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.
- Señor - dijo Haakon
- ¿Cómo iba a permitir esa injusticia?
Cambiaron de nuevo el puesto. Jesús ocupó la cruz de nuevo y el ermitaño se quedó allí de pie.
El Señor, siguió hablando:
-Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer.
El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. En este momento acaba de hundirse el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí. Por eso callo. Y el Señor nuevamente guardó silencio.
Muchas veces nos preguntamos...
¿Por qué razón Dios no nos contesta…?
¿Por qué se queda callado Dios?
Muchos de nosotros quisiéramos que Él nos respondiera lo que deseamos oír pero… Dios no es así. Dios nos responde aún con el silencio.
Debemos aprender a escucharlo. Su divino silencio, son palabras destinadas a convencernos de que Él sabe lo que está haciendo.
En su silencio nos dice con amor:
«Calla en presencia de Dios, y espera paciente que actúe; no te enojes por causa de los que prosperan, ni por los que hacen planes malvados»
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