Salvar a los pecadores
Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores. Esto es algo muy sorprendente, algo maravilloso especialmente para los que disfrutan de esa salvación. Sé que para mí, hasta el día de hoy, ésta es la maravilla más grande que me ha sucedido, a saber, que me justificó a mí. Separado de su amor inmenso, me siento indigno, corrupto, miserable y pecador.
Sé con absoluta seguridad que por fe he sido justificado por medio de los méritos de Cristo, y he sido tratado como si fuera perfectamente justo, hecho heredero de Dios y coheredero de Cristo, todo a pesar de corresponderme, por naturaleza, el lugar del primero de los pecadores. Yo, completamente indigno, soy tratado como si fuera digno. Me ama con tanto amor como si siempre hubiera sido santo, aunque antes era impío. ¿Quién puede menos que maravillarse de esto? La gratitud por tal favor se reviste de admiración indecible.
Ahora bien, aunque esto es muy sorprendente, deseo que notes cuán accesible hace que sea el evangelio para ti y para mí. Si Dios justifica al impío, entonces, querido amigo, te puede justificar a ti. ¿No es esto precisamente lo que usted es? Si no te has convertido, te cuadra perfectamente la descripción; pues has vivido sin Dios, siendo lo contrario a santo, en una palabra, has sido y eres impío. Probablemente ni has frecuentado los cultos del día domingo, y has vivido sin respetar el día del Señor, su casa, su Palabra, lo que prueba que has sido impío. Peor todavía, quizá has procurado dudar de la existencia de Dios, y esto hasta el extremo de manifestarlo.
Habitas esta tierra hermosa, llena de manifestaciones de la presencia de Dios, pero has cerrado los ojos a las pruebas palpables de su poder y divinidad. Ciertamente, has vivido como si Dios no existiera. Y te hubiera gustado poder probar para tu propia satisfacción la idea de que no hay Dios. Tal vez has vivido ya muchos años de este modo, de manera que ya estás bien afirmado en tus caminos, y Dios no está en ninguno de ellos. Si te llamaran “IMPÍO,” te cuadraría este nombre tan bien como si al mar se le llamara agua salada, ¿verdad?
Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores. Esto es algo muy sorprendente, algo maravilloso especialmente para los que disfrutan de esa salvación. Sé que para mí, hasta el día de hoy, ésta es la maravilla más grande que me ha sucedido, a saber, que me justificó a mí. Separado de su amor inmenso, me siento indigno, corrupto, miserable y pecador.
Sé con absoluta seguridad que por fe he sido justificado por medio de los méritos de Cristo, y he sido tratado como si fuera perfectamente justo, hecho heredero de Dios y coheredero de Cristo, todo a pesar de corresponderme, por naturaleza, el lugar del primero de los pecadores. Yo, completamente indigno, soy tratado como si fuera digno. Me ama con tanto amor como si siempre hubiera sido santo, aunque antes era impío. ¿Quién puede menos que maravillarse de esto? La gratitud por tal favor se reviste de admiración indecible.
Ahora bien, aunque esto es muy sorprendente, deseo que notes cuán accesible hace que sea el evangelio para ti y para mí. Si Dios justifica al impío, entonces, querido amigo, te puede justificar a ti. ¿No es esto precisamente lo que usted es? Si no te has convertido, te cuadra perfectamente la descripción; pues has vivido sin Dios, siendo lo contrario a santo, en una palabra, has sido y eres impío. Probablemente ni has frecuentado los cultos del día domingo, y has vivido sin respetar el día del Señor, su casa, su Palabra, lo que prueba que has sido impío. Peor todavía, quizá has procurado dudar de la existencia de Dios, y esto hasta el extremo de manifestarlo.
Habitas esta tierra hermosa, llena de manifestaciones de la presencia de Dios, pero has cerrado los ojos a las pruebas palpables de su poder y divinidad. Ciertamente, has vivido como si Dios no existiera. Y te hubiera gustado poder probar para tu propia satisfacción la idea de que no hay Dios. Tal vez has vivido ya muchos años de este modo, de manera que ya estás bien afirmado en tus caminos, y Dios no está en ninguno de ellos. Si te llamaran “IMPÍO,” te cuadraría este nombre tan bien como si al mar se le llamara agua salada, ¿verdad?
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