El alma llena de gracia llega secretamente a la conclusión de que “así como las estrellas brillan con más esplendor en la noche, Dios hará brillar mi alma y hará que resplandezca como oro mientras estoy en el horno de fuego, y me sacará del fuego de la aflicción”, “Mas él conoce mi camino; me probará, y saldré como oro” (Job 23:10).
Es indudable que como el gusto de la miel abrió los ojos de Jonatán, esta cruz, esta aflicción abrirá mis ojos. ¡Por este golpe, tendré una percepción más clara de mis pecados y de mi yo, y una vista más completa de mi Dios (Job 33:27-28; 40:4-5; 13:1-7)!
¡Es indudable que esta aflicción precederá a la purga de mi escoria (Is. 1:25)!
¡Es indudable que como la reja del arado mata la maleza y rompe los terrones duros, estas aflicciones matarán mis pecados y ablandarán mi corazón (Os. 5:15, 6:1-3)!
¡Es indudable que como los emplastos extirpan el pus de la llaga infecciosa, las aflicciones que sufrimos extirpan el pus del orgullo, del egocentrismo, de la envidia, de la mundanalidad, del formulismo y el de la hipocresía (Sal. 119:67, 71)!
¡Es indudable que por estas aflicciones, el Señor apartará más y más mi corazón del mundo y el mundo de mi corazón (Gá. 6:14; Sal. 131:1-3)!
¡Es indudable que por estas aflicciones, el Señor impedirá que haya orgullo en mi alma (Job 33:14-21)!
¡Es indudable que estas aflicciones no son más que hoces del Señor con las que purgará mis pecados, podará mi corazón y lo hará más fértil y fructífero! ¡No son más que la poción del Señor con la que me librará de estas enfermedades y dolencias que son mortales y peligrosas para mi alma! ¡La aflicción es una poción tan curativa que sana todos los padecimientos del alma, mejor que cualquier otro remedio (Zac. 13:8-9)!
¡Es indudable que por estas aflicciones el Señor conmoverá más y más mi corazón para que lo busque! “En su angustia me buscarán” (Os. 5:15). ¡En tiempos de aflicción, el cristiano se esfuerza por buscar a Dios con diligencia!
¡Es indudable que por estas pruebas y aflicciones, el Señor llevará mi alma a reflexionar más que nunca sobre las grandes verdades relacionadas con la eternidad (Jn. 14:1-3; Ro. 8:17-18; 2 Co. 4:16-18)!
¡Es indudable que por estas aflicciones el Señor obrará en mí para que sienta más ternura y compasión por los que sufren (He. 10:34; 13:3)!
¡Es indudable que estas aflicciones no son más que muestras del amor de Dios! “Yo reprendo y castigo a todos los que amo” (Ap. 3:19). Por lo tanto, el cristiano santo dice: “¡Oh, alma mía! No te turbes, guarda silencio. Todo lo que te mando es por amor, todo es fruto de un favor divino. Veo miel sobre cada ramita, veo que la vara no es más que una rama de romero, recibo miel con mi hiel y vino con mi ajenjo, ¡guarda silencio, alma mía!”.
¡Las aflicciones aplacan las atracciones carnales a nuestro alrededor que pudieran tentarnos! ¡La aflicción apacigua la lascivia de la carne en nuestro interior que, de otra manera, nos atraparía!
¡Las aflicciones nos humillan y mantienen humildes! El corazón santo se humilla bajo la mano de aflicción de Dios. ¡Cuando la vara de Dios caiga sobre su espalda, su rostro caerá al polvo! El corazón consagrado más se postra cuando la mano de Dios más se eleva.
¡Todo esto prueba que la aflicción es un gran beneficio para nosotros! “Bueno es para mí ser afligido…” (Sal. 119:71 LBLA).
“Porque un momento será su ira, pero su favor dura toda la vida. Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Salmo 30:5).
Su llanto durará hasta la mañana. Dios cambiará
su noche invernal en día de verano,
sus suspiros en cantos,
su tristeza en alegría,
su lamento en danza,
su amargura en dulzura,
su desierto en un paraíso.
La vida del cristiano está llena de cambios entre:
enfermedad y buena salud,
debilidad y fuerza,
pobreza y riqueza,
vergüenza y honor,
aflicciones y conforts,
desgracias y misericordias,
alegrías y tristezas,
regocijos y congojas.
Si todo fuera miel, eso nos perjudicaría; si todo fuera ajenjo nos devastaría. Una combinación de ambos es la mejor manera de conservar la buena salud de nuestra alma. Es mejor para la salud del alma que el viento cálido de misericordia, tanto como el viento helado de la adversidad sople sobre ella.
Y aunque todos los vientos son buenos para los santos, es indudable que sus pecados mueren más y sus gracias prosperan mejor cuando están bajo el azote del viento frígido, seco y fuerte de la calamidad, al igual que bajo el viento tibio y alentador de la misericordia y prosperidad.
“En el día de la adversidad considera” (Eclesiastés 7:14).
Esté quieto y guarde silencio en medio de los problemas y pruebas que está pasando, luego reflexione en los beneficios, dones y favores que han colmado su alma gracias a todas las pruebas y aflicciones que ha sufrido. ¡Oh! ¡Considere cómo por medio de las aflicciones del pasado, el Señor le ha revelado los pecados, los ha prevenido y mortificado!
¡Considere cómo el Señor, por las aflicciones del pasado, le ha revelado su insuficiencia, su inconstancia y la vanidad del mundo y de todas sus cosas!
¡Considere cómo el Señor, por las aflicciones del pasado, le ha ablandado, quebrantado y humillado el corazón, preparándolo para deleitarse de él, con más claridad, plenitud y dulzura!
¡Considere cómo, por las aflicciones del pasado, cuánta sensibilidad, cuánta compasión, cuánto cariño, cuánta ternura y cuánta dulzura han aflorado en usted hacia otros que sufren!
¡Considere cuánto espacio han abierto en su alma, las aflicciones del pasado para recibir a Dios, su Palabra, con sus buenos consejos y consuelo divino!
¡Considere cómo, debido a las aflicciones del pasado, el Señor lo ha hecho partícipe de su Cristo, su Espíritu, su Santidad, su bondad y tantas bendiciones más!
¡Considere cómo, por las aflicciones del pasado, el Señor lo ha impulsado a anticipar más el cielo, pensar más en el cielo, valorar más el cielo y desear más el cielo!
Ahora, bien, ¿Podemos considerar seriamente todo el bien obtenido de las aflicciones del pasado y no recordarlas durante las aflicciones del presente? ¿Quién puede recordar esos beneficios especiales, grandes y valiosos obtenidos por su alma gracias a las aflicciones del pasado, y no guardar un silencio santo ante las aflicciones presentes?
¡Oh alma mía! ¿No te ha hecho Dios mucho bien, gran bien, bien especial por las aflicciones del pasado? ¡Sí! ¿Y acaso no es Dios, oh alma mía, tan poderoso como siempre, tan fiel como siempre, tan generoso como siempre y dispuesto como siempre para hacerte bien por tus aflicciones presentes como lo ha estado por tus aflicciones en el pasado?
“Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste” (Salmo 39:9).
En estas palabras, observe tres cosas: (1) La persona que habla es David. David un rey, David un santo, David “un varón conforme al corazón de Dios”, David un cristiano. Y aquí tenemos que mirar a David, no como un rey, sino como un cristiano, un hombre cuyo corazón estaba en sintonía con Dios. (2) La acción y actitud de David bajo la mano de Dios se hacen evidentes en estas palabras: “Enmudecí, no abrí mi boca”. (3) La razón de esta actitud humilde y dulce la denotan las palabras “tú lo hiciste”.
La conclusión es ésta: Que es el gran deber y preocupación de las almas llenas de gracia, enmudecer y guardar silencio cuando sufren las más grandes aflicciones, las situaciones más tristes y las pruebas más agudas en este mundo.
El silencio de David es un reconocimiento de Dios como el autor de todas las aflicciones que vivimos. No hay enfermedad tan leve en que Dios no tenga una parte, aunque no sea más que el dolor del dedo meñique. David reflexiona en todas las causas secundarias para terminar en la causa principal, y guarda silencio. Ve la mano de Dios en todo, por lo cual permanece mudo y quieto. Ver a Dios en una aflicción es irresistiblemente eficaz para silenciar el corazón y enmudecer al hombre fiel.
Aquellos que no ven a Dios en la aflicción, caen fácilmente en la desesperación. Se indignan fácilmente y, cuando sus pasiones los dominan y sus corazones arden, empiezan a confrontar a Dios y decirle sin reserva que tienen razón en airarse.
Los que no reconocen a Dios como el autor de todas sus aflicciones caen fácilmente en los principios desequilibrados del maniqueísmo15, que afirma que el diablo es el autor de todas las calamidades, como si pudiera haber alguna maldad en la ciudad que Dios no haya hecho (Am. 3:6).
Si no vemos la mano de Dios en las aflicciones, nuestro corazón no hará más que inquietarse y enfurecerse cuando pasamos por ellas. ¡Aquellos que pueden ver la mano de Dios en todas sus aflicciones, tal como David, callan cuando les toca sufrirlas! Ven que fue el Padre quien les dio a beber la copa amarga, su amor, lo que les puso estas cruces pesadas en los hombros, su gracia, lo que les colocó esos yugos en el cuello, y todo esto dio como fruto mucho silencio y calma en su espíritu.
Cuando el pueblo de Dios sufre, él pone, por su Espíritu y su Palabra, un dulce canto en sus almas que calma todas las conmociones tumultuosas, las pasiones y los desasosiegos
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