“Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te daré a comer la heredad de Jacob tu padre; porque la boca de Jehová lo ha hablado” (Isaías 58:13-14).
En hebreo, la palabra “lo” en la expresión verbal “lo venerares (honrares o glorificares)” puede referirse tanto al día de reposo como al Señor, pero parece favorecer a este último. Habiendo recibido ya antes su título de honorable, su descripción de que debía ser venerado, en este caso es más seguro que se refiere a Dios y aun, a toda la Trinidad bendita y gloriosa, requiriendo que cada uno de los que disfruta este privilegio bendito de un día de reposo, le dé la honra y gloria a Dios por él. Y esto se lleva a cabo:
(1) Cuando hacemos de la autoridad divina la única razón para apartar y santificar todo el día exclusivamente para servirle y adorarle a él, sin transferir ninguna parte de ese tiempo santo para nuestros propios usos y propósitos carnales. “Guardarás el día de reposo para santificarlo”, —éste es el deber. “Como Jehová tu Dios te ha mandado”, —ésta es la autoridad (Dt. 5:12).
(2) Cuando hacemos del mandamiento de Dios nuestro fundamento, establecemos la gloria de Dios como nuestra meta. O sea, cuando hacemos de Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo en todas sus gloriosas e infinitas perfecciones— el centro de nuestra adoración y admiración en su día santo. Y esto lo realizamos de una manera especial cuando hacemos que la gran tarea del día de reposo sea dar a cada persona gloriosa de la Trinidad la gloria de su propia obra y operación, por medio de lo cual asume cada una su derecho al día de reposo y su lugar en él. Por ejemplo:
1. Cuando damos a Dios el Padre, la gloria por la obra estupenda de la creación. Y esto lo hacemos con la contemplación de todos sus atributos gloriosos que se manifiestan en la estructura hermosa del cielo y la tierra, celebrada por el salmista real en el Salmo 19:1: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. Las excelencias trascendentales del Jehová glorioso son visibles y gloriosas en este teatro admirable que es el universo, a saber:
Primero, su poder para crear todas las cosas de la nada, y eso tan solo con una palabra de su boca.
Segundo, su sabiduría al hacer todas las cosas de una manera tan hermosa y con un orden tan exacto. Como dijo el gran médico [Galeno]28 acerca del cuerpo humano: “Nadie puede acercarse a Dios y decir: ‘Esto podría haber sido mejor’; tampoco de la estructura del cielo y la tierra, ningún hombre ni ángel puede decir: “Aquí hay un defecto y allí una redundancia. Hubiera sido mejor si hubiera más soles y menos estrellas, más tierra y menos mares, etc.”.
No, cuando el profeta divino se puso de pie y contempló solemnemente toda la creación, no pudo encontrar nada que hubiera podido ser de otra manera, sino que exclamó con admiración: “¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría” (Sal. 104:24). No podía ver nada de un extremo del universo al otro que no fuera una prueba de perfección infinita: “Hiciste todas ellas con sabiduría”. Y así como la omnipotencia y sabiduría de Dios se magnifica en su creación, también se manifiesta en su generosidad.
En tercer lugar, su generosidad se manifiesta en que le dio al hombre toda esta creación visible para su uso y beneficio. Como dijera alguien: “Dios creó en último lugar al hombre para poder llevarlo, como lleva un padre a su hijo, a un hogar ya amueblado”. Una porción de nuestro honor a Dios es atribuirle a él la gloria de la obra de la creación.
2. Cuando damos a Dios el Hijo, la gloria de su gloriosísima obra de redención. Esto incluye las siguientes cosas específicas que son maravillosas:
Su encarnación inefable: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Ti. 3:16), es decir, el Dios invisible, fue hecho visible en un cuerpo de carne y hueso. Esto fue realmente un misterio: ¡un Hijo en el cielo sin madre y un Hijo en la tierra sin padre!
Lo estupendo que fue que Cristo naciera “bajo la ley” (Gá. 4:4). He aquí, Aquel que hizo la Ley, fue hecho bajo la Ley —bajo la ley ceremonial— que él podría abolir. Bajo el poder preceptivo de la Ley Moral que él podría cumplir para que todo creyente pudiera tener una "justicia" que podría llamar suya (Ro. 10: 4) [y] el poder maléfico de ésta que él podría quitar (Gá. 3:13).
La obra de redención de Cristo fue principalmente comprada por su pasión y muerte. Allí fue que pagó “el precio de la redención” la cual fue “su propia sangre preciosa” (Hch. 20:28; 1 P. 1:18-19).
La gran obra y el misterio de nuestra redención fue consumado a la perfección en la resurrección gloriosa de Cristo: Allí despojó “a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2:15)… Cristo, levantándose de los muertos como un conquistador, llevó a la muerte, el sepulcro, el infierno y el diablo en cadenas como los conquistadores de antaño que marchaban triunfantes, llevaban a sus enemigos encadenados detrás de él, exponiéndolos a la burla de todos los espectadores.
En suma, tenemos que dar la gloria de la obra de redención a Jesucristo, el Hijo de Dios y así, honrar a Dios en su día de reposo santo.
3. También glorificamos al Espíritu Santo cuando lo honramos por la obra de santificación. Ya sea que la consideremos desde el punto de vista del primer derramamiento milagroso del Espíritu que nuestro Señor Jesús, como Rey y Cabeza de su Iglesia, la cual compró con su sangre en la cruz30, ascendiendo luego al cielo, obteniéndola de su Padre cuando tomó posesión de su Reino y la derramó abundantemente sobre sus apóstoles, otros oficiales y miembros de su Iglesia evangélica el día de Pentecostés (Hch. 2:1-4).
Esto fue (por así decir) la santificación instantánea de toda la Iglesia evangélica como sus primeros frutos o si la consideramos como aquella obra de santificación que sucesivamente imparte el Espíritu Santo a cada hijo escogido de Dios, que comienza gozosamente en su conversión y es mantenida con poder en el alma hasta el día de su muerte. En ambos casos, es una obra gloriosa. [Consiste] en sus dos ramificaciones gloriosas: La mortificación de la corrupción, la cual, antes de que el Espíritu Santo haya acabado su obra [en nosotros], habrá terminado con la aniquilación del cuerpo de pecado (ese privilegio bendito por el cual rogaba el santo apóstol en Ro. 7:24); y la construcción de una estructura hermosa de gracia y santidad en el alma, que es la “imagen” misma de Dios.
Dicha santificación es la construcción de una maravilla y gloria más trascendente que sus seis días de trabajo [de la] creación que el Espíritu Santo “sustenta” y lo seguirá haciendo perfectamente hasta el día de Cristo (He. 1:3). Éste es el gran propósito y designio del día de reposo santo y de las ordenanzas del evangelio, de acuerdo con la Palabra que el gran Hacedor de ese día declara: “Y les di también mis días de reposo, para que fuesen por señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy Jehová que los santifico” (Ez. 20:12).
Esa es, pues la tercera manera como santificamos el día de reposo, a saber, le damos a Dios el Espíritu Santo la gloria por la obra de santificación.
Nuestra ocupación correcta como cristianos en los intervalos y los espacios vacíos entre las ordenanzas públicas es sentarnos y examinar seria e imparcialmente la obra de gracia en nuestras almas para comprobar (1) si es auténtica y (2) si está creciendo. Luego, si podemos darle a Dios y a nuestra propia conciencia alguna seguridad bíblica relacionada con este tema, [debemos] someternos humildemente y colocar la corona de alabanza sobre la cabeza de la gracia libre que nos fue impartida cuando antes no la teníamos. Y aquí termino por ahora de hablar sobre este tema.
Tomado de “Of Sabbath Sanctification” (Sobre la santificación del día de reposo) en Puritan Sermons 1659-1689 (Sermones puritanos 1659-1689), de dominio público.
Thomas Case (1598-1682): Pastor presbiteriano inglés y miembro de la Asamblea de Westminster; nacido en Ken, Inglaterra.
Quiero contarles lo que escuché decir a un hombre sobre la doctrina de la observancia del Día del Señor. ¡Dijo que había llegado a la conclusión de que el Día del Señor, igual como el mismo Señor, corría el peligro de morir entre dos malhechores, siendo estos el sábado por la noche y el lunes por la mañana! Dijo que la noche del sábado se alargaba cada vez más hasta entremezclarse con el domingo y, después, la gente empezaba su lunes muy temprano el domingo por la noche. El domingo pasa a ser apenas unas pocas horas durante la mañana, después de las cuales pensamos: “Bueno, eso ya fue suficiente, ya hemos asistido una vez a la iglesia”. Es así como el Día del Señor se ha perdido entre dos malhechores.
Su encarnación inefable: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Ti. 3:16), es decir, el Dios invisible, fue hecho visible en un cuerpo de carne y hueso. Esto fue realmente un misterio: ¡un Hijo en el cielo sin madre y un Hijo en la tierra sin padre!
Lo estupendo que fue que Cristo naciera “bajo la ley” (Gá. 4:4). He aquí, Aquel que hizo la Ley, fue hecho bajo la Ley —bajo la ley ceremonial— que él podría abolir. Bajo el poder preceptivo de la Ley Moral que él podría cumplir para que todo creyente pudiera tener una "justicia" que podría llamar suya (Ro. 10: 4) [y] el poder maléfico de ésta que él podría quitar (Gá. 3:13).
La obra de redención de Cristo fue principalmente comprada por su pasión y muerte. Allí fue que pagó “el precio de la redención” la cual fue “su propia sangre preciosa” (Hch. 20:28; 1 P. 1:18-19).
La gran obra y el misterio de nuestra redención fue consumado a la perfección en la resurrección gloriosa de Cristo: Allí despojó “a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2:15)… Cristo, levantándose de los muertos como un conquistador, llevó a la muerte, el sepulcro, el infierno y el diablo en cadenas como los conquistadores de antaño que marchaban triunfantes, llevaban a sus enemigos encadenados detrás de él, exponiéndolos a la burla de todos los espectadores.
En suma, tenemos que dar la gloria de la obra de redención a Jesucristo, el Hijo de Dios y así, honrar a Dios en su día de reposo santo.
3. También glorificamos al Espíritu Santo cuando lo honramos por la obra de santificación. Ya sea que la consideremos desde el punto de vista del primer derramamiento milagroso del Espíritu que nuestro Señor Jesús, como Rey y Cabeza de su Iglesia, la cual compró con su sangre en la cruz30, ascendiendo luego al cielo, obteniéndola de su Padre cuando tomó posesión de su Reino y la derramó abundantemente sobre sus apóstoles, otros oficiales y miembros de su Iglesia evangélica el día de Pentecostés (Hch. 2:1-4).
Esto fue (por así decir) la santificación instantánea de toda la Iglesia evangélica como sus primeros frutos o si la consideramos como aquella obra de santificación que sucesivamente imparte el Espíritu Santo a cada hijo escogido de Dios, que comienza gozosamente en su conversión y es mantenida con poder en el alma hasta el día de su muerte. En ambos casos, es una obra gloriosa. [Consiste] en sus dos ramificaciones gloriosas: La mortificación de la corrupción, la cual, antes de que el Espíritu Santo haya acabado su obra [en nosotros], habrá terminado con la aniquilación del cuerpo de pecado (ese privilegio bendito por el cual rogaba el santo apóstol en Ro. 7:24); y la construcción de una estructura hermosa de gracia y santidad en el alma, que es la “imagen” misma de Dios.
Dicha santificación es la construcción de una maravilla y gloria más trascendente que sus seis días de trabajo [de la] creación que el Espíritu Santo “sustenta” y lo seguirá haciendo perfectamente hasta el día de Cristo (He. 1:3). Éste es el gran propósito y designio del día de reposo santo y de las ordenanzas del evangelio, de acuerdo con la Palabra que el gran Hacedor de ese día declara: “Y les di también mis días de reposo, para que fuesen por señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy Jehová que los santifico” (Ez. 20:12).
Esa es, pues la tercera manera como santificamos el día de reposo, a saber, le damos a Dios el Espíritu Santo la gloria por la obra de santificación.
Nuestra ocupación correcta como cristianos en los intervalos y los espacios vacíos entre las ordenanzas públicas es sentarnos y examinar seria e imparcialmente la obra de gracia en nuestras almas para comprobar (1) si es auténtica y (2) si está creciendo. Luego, si podemos darle a Dios y a nuestra propia conciencia alguna seguridad bíblica relacionada con este tema, [debemos] someternos humildemente y colocar la corona de alabanza sobre la cabeza de la gracia libre que nos fue impartida cuando antes no la teníamos. Y aquí termino por ahora de hablar sobre este tema.
Tomado de “Of Sabbath Sanctification” (Sobre la santificación del día de reposo) en Puritan Sermons 1659-1689 (Sermones puritanos 1659-1689), de dominio público.
Thomas Case (1598-1682): Pastor presbiteriano inglés y miembro de la Asamblea de Westminster; nacido en Ken, Inglaterra.
Quiero contarles lo que escuché decir a un hombre sobre la doctrina de la observancia del Día del Señor. ¡Dijo que había llegado a la conclusión de que el Día del Señor, igual como el mismo Señor, corría el peligro de morir entre dos malhechores, siendo estos el sábado por la noche y el lunes por la mañana! Dijo que la noche del sábado se alargaba cada vez más hasta entremezclarse con el domingo y, después, la gente empezaba su lunes muy temprano el domingo por la noche. El domingo pasa a ser apenas unas pocas horas durante la mañana, después de las cuales pensamos: “Bueno, eso ya fue suficiente, ya hemos asistido una vez a la iglesia”. Es así como el Día del Señor se ha perdido entre dos malhechores.
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