Tan raro es este tesoro que se hace esta pregunta: “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?” (Pr. 31:10). Abraham envió a su criado a una tierra lejana para que su amado hijo tuviera esta inestimable bendición (Gn. 24:3,4).
Tal vez una razón de la rareza de este don sea que apenas se busca. Demasiado a menudo se buscan los logros, no las virtudes; las recomendaciones que provienen de lo exterior y que son secundarias, más bien que la piadosa valía interna.
La pregunta también sugiere el valor del don una vez que es hallado. Aun la porción de Adán en el estado de inocencia no estaba completa hasta que su generoso Padre le hizo una “ayuda idónea para él” (Gn. 2:18). Verdaderamente, su estima sobrepasa a la de las piedras preciosas. Ningún tesoro es comparable a ella…
Versículos 11-12: Ya se ha hablado acerca del valor de una mujer virtuosa; ahora se darán sus diferentes características. Las primeras líneas del retrato describen su carácter como esposa.
Su fidelidad, integridad de corazón y cariñoso cumplimiento del deber hacen que el corazón de su esposo esté confiado en ella. Él siente que ella tiene cuidado de su bienestar, que se aligeran sus cargas y que su mente se libera de muchas irritantes preocupaciones.
Durante una obligada ausencia del hogar, él está tranquilo, habiendo dejado sus asuntos a salvo en las manos de su mujer, a la vez que está seguro de que será recibido con una alegre sonrisa. De esta manera, una mujer fiel y un esposo que confía en ella se bendicen mutuamente.
Con tal joya por mujer, el esposo no tiene ninguna falta de confianza. Su casa es el hogar de su corazón. Él no necesita estar investigando con sospechas en los asuntos que ha confiado a su mujer. Mientras él dirige en la esfera de afuera, él la anima a dirigir en la esfera de adentro.
Todo se conduce con tal prudencia y economía que no carecerá de ganancias, no tendrá tentación de ganancias injustas, no tendrá necesidad de dejar su hogar feliz para enriquecerse con un botín de guerra. El apego a tal mujer dura todo el tiempo de su unión —es constante y continuo—.
En lugar de abusar de su confianza, ella sólo busca hacerse cada día más digna de ésta, no estando irritada ni insegura, teniendo cuidado de cómo ha de agradar a su esposo (1 Co. 7:34), le da ella bien y no mal todos los días de su vida. ¡Ojalá siempre fuera así!
Pero mira cómo Eva, la ayuda idónea, se convirtió en tentadora; cómo las mujeres de Salomón apartaron su corazón; cómo Jezabel incitó a su marido a cometer abominable maldad; cómo la mujer de Job le dijo a su marido “maldice a Dios, y muérete” (Job 2:9); considera la dolorosa cruz de la mujer rencillosa (Pr. 21:9; 25:24); todo esto es un terrible contraste: Les dieron mal, no bien. Otras veces hay una mezcla de mal con el bien… Pero en este retrato, es solo bien y no mal.
El bienestar de su esposo es su preocupación y su reposo. Vivir para él es su mayor felicidad. Aun si sus cuidadosas atenciones con este fin no siempre son vistas, no obstante, ella nunca albergará sospecha de indiferencia o de falta de cariño; ni acabará resentida porque se imagine que es objeto de falta de atención, ni causará una discusión agitada, con poco fundamento, por una afectada o mórbida sospecha.
Este cuidado desinteresado y devoto afecto, cuando está conducido por principios cristianos, adorna muy hermosamente el santo y honorable estado del matrimonio. Si bien él implica sujeción, no conlleva degradación. Ciertamente, no se puede desear mayor gloria que la que le es dada al matrimonio, puesto que ilustra “el gran misterio” de “Cristo y de la iglesia” (Ef. 5:32), la identidad de los intereses entre ellos: Las pruebas de ella son las de Él y la causa de Él, la de ella.
Versículos 13-27: Este bello carácter se presenta según los usos de los tiempos antiguos, aunque los principios generales son de aplicación universal. Describe, no sólo la mujer de un hombre de alto rango, sino a una gran mujer sabia, útil y piadosa en sus responsabilidades domésticas.
Es una mujer que profesa piedad, adornada “con buenas obras” (1 Ti. 2:10); una María no menos que una Marta… Sin embargo, una cosa sobresale. El estándar de piedad que se exhibe aquí no es el de una reclusa religiosa, apartada de las obligaciones cotidianas con la excusa de tener así una mayor santidad y consagración a Dios.
Aquí no encontramos ninguno de estos hábitos de ascetismo monástico que son ahora alabados como el punto más alto de perfección cristiana. Al menos, la mitad del retrato de la mujer virtuosa trata de su industria personal y doméstica. ¡Qué gran reprensión es esto para la autoindulgente inactividad!
Pero miremos más de cerca los rasgos del retrato puesto ante nosotros. Sus hábitos personales están llenos de energía. Las labores manuales, incluso el servicio en tareas inferiores, fueron el empleo de las mujeres de alto rango en los tiempos antiguos.
La abnegación aquí es un principio fundamental. La mujer virtuosa va delante de sus siervos en diligencia, no menos que en dignidad, no imponiéndoles nada que ella no haya tomado sobre sí, dirigiendo su casa eficientemente por el gobierno de sí misma. De esta manera, ella busca los materiales para trabajar. Su aguja está al servicio de su familia.
En vez de una acallada murmuración tras una demanda inconveniente, ella establece el patrón de trabajar con voluntad con sus manos. En vez de perder el tiempo al no hacer nada mientras ellos están trabajando, ella considera que no es ninguna vergüenza ocuparse con el huso y la rueca. Trabaja temprano y tarde, levantándose aun de noche.
Al fruto de su trabajo le da un buen fin y lo intercambia por comida traída de lejos. Su mercancía es de buena calidad —le entrega tapices, lino fino y púrpura a los comerciantes—. Toda su alma está en su trabajo —se ciñe sus lomos y esfuerza sus brazos—, estando lista para hacer cualquier trabajo adecuado a su sexo y posición.
La tierra también recibe su debida atención. Siempre cuidadosa de los intereses de su marido, ella considera el valor de un campo y, si es una buena adquisición, lo compra y planta una viña para que rinda lo mejor.
De nuevo observamos su conducta como ama de casa. Y aquí también, su adoración no consiste en que dedica su tiempo a ejercicios devocionales personales (aunque ella como “mujer que teme a Jehová” (vs. 30), los valora debidamente), sino que, conforme al canon de la Escritura, gobierna su casa (1 Ti. 5:14), mirando cuidadosamente por sus tareas, distribuyendo tanto su comida como su trabajo en la debida proporción y a su debido tiempo.
Ésta es su responsabilidad. Si “sale el hombre a su labor, y a su labranza hasta la tarde” (Sal. 104:23), el trabajo de la mujer es ser “[cuidadosa] de su casa” (Tit. 2:5). Y, ciertamente, es hermoso ver cómo por su industria, abnegación y vigor, ella “edifica su casa” (Pr. 14:1).
Se levanta aún de noche, no para ser admirada ni para que hablen bien de ella, sino para dar comida a su familia. Es sobresaliente también la delicadeza con la que ella preserva su propia esfera… Considera tan bien los caminos de su casa, muestra tal inagotable energía en cada área de la vida, que nadie la puede acusar de comer el pan de balde.
En su casa, el orden es el principio de su dirección. Ni su cuidado previsor se limita sólo a los suyos. Su huso y su rueca trabajan, no sólo para ella o para su casa, sino para el pobre y el menesteroso. Y, habiendo primero derramado su alma (Is. 58:10, RV 1909), ella abre sus manos (Dt. 15:7, 8) para abrazar a aquellos que están lejos de ella con la fuente de su amor y, de esta manera, la bendición de los que iban a perecer viene sobre ella (Job 29:13; Hch. 9:39).
Su espíritu y sus maneras son también del mismo carácter y están en plena concordancia con su profesión… La mujer piadosa, no sólo tiene la ley del amor en su corazón, sino sabiduría en su boca y en su lengua, la ley de clemencia.
El mismo amor que rige su corazón gobierna su lengua… De esta manera, ciertamente, “la mujer virtuosa es corona de su marido” (Pr. 12:4). “Su marido es conocido en las puertas, cuando se sienta con los ancianos de la tierra” (Pr. 31:23), como alguien que ha sido bendecido con tesoros extraordinarios de felicidad; que tal vez debe su prosperidad a la abundancia adquirida por la dirección del hogar por parte de ella y, podría ser, como aquel que debe la preservación y establecimiento de su virtud, al ánimo proporcionado por el ejemplo y la conducta de su esposa.
En cuanto a sí misma, muchas y evidentes bendiciones están sobre ella. La fuerza es la vestidura de su hombre interior. La resolución y el coraje cristianos la elevan por encima de las turbadoras dificultades. La vestidura del honor la marcan con la aprobación del Señor, como su sierva fiel, la hija de su gracia y la heredera de su gloria…
Versículos 28-31: La mujer virtuosa obviamente está promoviendo su propio interés. Pues, ¿qué mayor felicidad terrenal puede conocer que la reverencia que le dispensan sus hijos y la alabanza de su marido?
Podemos imaginarnos su condición: Coronada con los años, sus hijos crecidos, tal vez ellos mismos rodeados con familias y tratando de dirigirlas como ellos habían sido dirigidos.
Su madre está constantemente ante sus ojos. Su guía tierna, sus sabios consejos, su disciplina amorosa, su ejemplo santo permanecen vívidamente en sus recuerdos.
Ellos no cesan de llamarla bienaventurada y de bendecir al Señor por ella como su inestimable don. Su esposo la alaba cariñosamente.
Su apego a ella estaba basado, no en los engañosos y vanos encantos de la belleza, sino en el temor del Señor.
Por tanto, ella está en sus ojos hasta el final, es la estancia de sus años de la vejez, el bálsamo de sus preocupaciones, la consejera en sus confusiones, la consoladora en sus penas, el rayo de luz de sus alegrías terrenales.
Tanto los hijos como el esposo se unen en reconocimiento agradecido: “Muchas mujeres hicieron el bien, mas tú sobrepasas a todas”.
Pero nos podemos preguntar, ¿por qué las recomendaciones exteriores no forman parte de este retrato? Todo lo que está descrito es sólida excelencia; la gracia es engañosa. Una graciosa forma y apariencia, a menudo acaban en un desengaño más amargo de lo que es posible expresar con palabras.
A menudo, estas encubren las más viles corrupciones. Y entonces la belleza, ¡qué vanidad pasajera es! Un ataque de enfermedad la barre (Sal. 39:11). La pena y las preocupaciones marchitan sus encantos. E incluso si permanece, tiene poco que ver con la felicidad.
Se manifiesta como la ocasión fructífera de problemas, la fuente de muchas hirientes tentaciones y trampas y, sin un principio sustancial para una mente lúcida, se convierte en un objeto de repulsión más bien que de atracción (Pr. 11:22).
El retrato, aquí dibujado por inspiración divina, comienza con el toque de una mujer virtuosa y completa la escena con los trazos de una mujer que teme al Señor (31:10, 30).
Por las bellas características descritas —su fidelidad a su marido, sus hábitos activos, su buena gestión y diligencia con su familia, su consideración para las necesidades y la comodidad de los demás, su conducta cuidadosa, su ternura para con el pobre y menesteroso, su comportamiento atento y amable para con todos—, vemos que todo su carácter y gracia sólo pueden proceder de la virtud que se identifica con la piedad vital.
Son los buenos frutos que muestran que el árbol es bueno (Mt. 7:17). Ellos son ese fruto, que procede de un principio recto, que el corrompido tronco natural de un hombre nunca podrá producir.
¡Cuán valioso es este retrato como directorio para la elección del matrimonio! Sea la virtud, y no la belleza, el objeto principal. Sea puesta en contra de la vanidad de la belleza, la verdadera felicidad, que está relacionada con la mujer que teme al Señor.
Aquí está la sólida base de la felicidad. “Si —dice el obispo Beveridge— la escojo por su belleza, la amaré sólo mientras esta continúa y, entonces, adiós de repente tanto al deber como al gozo. Pero si la amo por sus virtudes, entonces, aunque todos los demás arenosos fundamentos caigan, con todo, mi felicidad permanecerá entera”. “De esta manera —dice Matthew Henry— cerramos este espejo para las mujeres, el cual se desea que ellas abran para vestirse según él. Y si lo hacen, su atavío será hallado para alabanza, y honor y gloria en la manifestación de Jesucristo”.
Tal vez una razón de la rareza de este don sea que apenas se busca. Demasiado a menudo se buscan los logros, no las virtudes; las recomendaciones que provienen de lo exterior y que son secundarias, más bien que la piadosa valía interna.
La pregunta también sugiere el valor del don una vez que es hallado. Aun la porción de Adán en el estado de inocencia no estaba completa hasta que su generoso Padre le hizo una “ayuda idónea para él” (Gn. 2:18). Verdaderamente, su estima sobrepasa a la de las piedras preciosas. Ningún tesoro es comparable a ella…
Versículos 11-12: Ya se ha hablado acerca del valor de una mujer virtuosa; ahora se darán sus diferentes características. Las primeras líneas del retrato describen su carácter como esposa.
Su fidelidad, integridad de corazón y cariñoso cumplimiento del deber hacen que el corazón de su esposo esté confiado en ella. Él siente que ella tiene cuidado de su bienestar, que se aligeran sus cargas y que su mente se libera de muchas irritantes preocupaciones.
Durante una obligada ausencia del hogar, él está tranquilo, habiendo dejado sus asuntos a salvo en las manos de su mujer, a la vez que está seguro de que será recibido con una alegre sonrisa. De esta manera, una mujer fiel y un esposo que confía en ella se bendicen mutuamente.
Con tal joya por mujer, el esposo no tiene ninguna falta de confianza. Su casa es el hogar de su corazón. Él no necesita estar investigando con sospechas en los asuntos que ha confiado a su mujer. Mientras él dirige en la esfera de afuera, él la anima a dirigir en la esfera de adentro.
Todo se conduce con tal prudencia y economía que no carecerá de ganancias, no tendrá tentación de ganancias injustas, no tendrá necesidad de dejar su hogar feliz para enriquecerse con un botín de guerra. El apego a tal mujer dura todo el tiempo de su unión —es constante y continuo—.
En lugar de abusar de su confianza, ella sólo busca hacerse cada día más digna de ésta, no estando irritada ni insegura, teniendo cuidado de cómo ha de agradar a su esposo (1 Co. 7:34), le da ella bien y no mal todos los días de su vida. ¡Ojalá siempre fuera así!
Pero mira cómo Eva, la ayuda idónea, se convirtió en tentadora; cómo las mujeres de Salomón apartaron su corazón; cómo Jezabel incitó a su marido a cometer abominable maldad; cómo la mujer de Job le dijo a su marido “maldice a Dios, y muérete” (Job 2:9); considera la dolorosa cruz de la mujer rencillosa (Pr. 21:9; 25:24); todo esto es un terrible contraste: Les dieron mal, no bien. Otras veces hay una mezcla de mal con el bien… Pero en este retrato, es solo bien y no mal.
El bienestar de su esposo es su preocupación y su reposo. Vivir para él es su mayor felicidad. Aun si sus cuidadosas atenciones con este fin no siempre son vistas, no obstante, ella nunca albergará sospecha de indiferencia o de falta de cariño; ni acabará resentida porque se imagine que es objeto de falta de atención, ni causará una discusión agitada, con poco fundamento, por una afectada o mórbida sospecha.
Este cuidado desinteresado y devoto afecto, cuando está conducido por principios cristianos, adorna muy hermosamente el santo y honorable estado del matrimonio. Si bien él implica sujeción, no conlleva degradación. Ciertamente, no se puede desear mayor gloria que la que le es dada al matrimonio, puesto que ilustra “el gran misterio” de “Cristo y de la iglesia” (Ef. 5:32), la identidad de los intereses entre ellos: Las pruebas de ella son las de Él y la causa de Él, la de ella.
Versículos 13-27: Este bello carácter se presenta según los usos de los tiempos antiguos, aunque los principios generales son de aplicación universal. Describe, no sólo la mujer de un hombre de alto rango, sino a una gran mujer sabia, útil y piadosa en sus responsabilidades domésticas.
Es una mujer que profesa piedad, adornada “con buenas obras” (1 Ti. 2:10); una María no menos que una Marta… Sin embargo, una cosa sobresale. El estándar de piedad que se exhibe aquí no es el de una reclusa religiosa, apartada de las obligaciones cotidianas con la excusa de tener así una mayor santidad y consagración a Dios.
Aquí no encontramos ninguno de estos hábitos de ascetismo monástico que son ahora alabados como el punto más alto de perfección cristiana. Al menos, la mitad del retrato de la mujer virtuosa trata de su industria personal y doméstica. ¡Qué gran reprensión es esto para la autoindulgente inactividad!
Pero miremos más de cerca los rasgos del retrato puesto ante nosotros. Sus hábitos personales están llenos de energía. Las labores manuales, incluso el servicio en tareas inferiores, fueron el empleo de las mujeres de alto rango en los tiempos antiguos.
La abnegación aquí es un principio fundamental. La mujer virtuosa va delante de sus siervos en diligencia, no menos que en dignidad, no imponiéndoles nada que ella no haya tomado sobre sí, dirigiendo su casa eficientemente por el gobierno de sí misma. De esta manera, ella busca los materiales para trabajar. Su aguja está al servicio de su familia.
En vez de una acallada murmuración tras una demanda inconveniente, ella establece el patrón de trabajar con voluntad con sus manos. En vez de perder el tiempo al no hacer nada mientras ellos están trabajando, ella considera que no es ninguna vergüenza ocuparse con el huso y la rueca. Trabaja temprano y tarde, levantándose aun de noche.
Al fruto de su trabajo le da un buen fin y lo intercambia por comida traída de lejos. Su mercancía es de buena calidad —le entrega tapices, lino fino y púrpura a los comerciantes—. Toda su alma está en su trabajo —se ciñe sus lomos y esfuerza sus brazos—, estando lista para hacer cualquier trabajo adecuado a su sexo y posición.
La tierra también recibe su debida atención. Siempre cuidadosa de los intereses de su marido, ella considera el valor de un campo y, si es una buena adquisición, lo compra y planta una viña para que rinda lo mejor.
De nuevo observamos su conducta como ama de casa. Y aquí también, su adoración no consiste en que dedica su tiempo a ejercicios devocionales personales (aunque ella como “mujer que teme a Jehová” (vs. 30), los valora debidamente), sino que, conforme al canon de la Escritura, gobierna su casa (1 Ti. 5:14), mirando cuidadosamente por sus tareas, distribuyendo tanto su comida como su trabajo en la debida proporción y a su debido tiempo.
Ésta es su responsabilidad. Si “sale el hombre a su labor, y a su labranza hasta la tarde” (Sal. 104:23), el trabajo de la mujer es ser “[cuidadosa] de su casa” (Tit. 2:5). Y, ciertamente, es hermoso ver cómo por su industria, abnegación y vigor, ella “edifica su casa” (Pr. 14:1).
Se levanta aún de noche, no para ser admirada ni para que hablen bien de ella, sino para dar comida a su familia. Es sobresaliente también la delicadeza con la que ella preserva su propia esfera… Considera tan bien los caminos de su casa, muestra tal inagotable energía en cada área de la vida, que nadie la puede acusar de comer el pan de balde.
En su casa, el orden es el principio de su dirección. Ni su cuidado previsor se limita sólo a los suyos. Su huso y su rueca trabajan, no sólo para ella o para su casa, sino para el pobre y el menesteroso. Y, habiendo primero derramado su alma (Is. 58:10, RV 1909), ella abre sus manos (Dt. 15:7, 8) para abrazar a aquellos que están lejos de ella con la fuente de su amor y, de esta manera, la bendición de los que iban a perecer viene sobre ella (Job 29:13; Hch. 9:39).
Su espíritu y sus maneras son también del mismo carácter y están en plena concordancia con su profesión… La mujer piadosa, no sólo tiene la ley del amor en su corazón, sino sabiduría en su boca y en su lengua, la ley de clemencia.
El mismo amor que rige su corazón gobierna su lengua… De esta manera, ciertamente, “la mujer virtuosa es corona de su marido” (Pr. 12:4). “Su marido es conocido en las puertas, cuando se sienta con los ancianos de la tierra” (Pr. 31:23), como alguien que ha sido bendecido con tesoros extraordinarios de felicidad; que tal vez debe su prosperidad a la abundancia adquirida por la dirección del hogar por parte de ella y, podría ser, como aquel que debe la preservación y establecimiento de su virtud, al ánimo proporcionado por el ejemplo y la conducta de su esposa.
En cuanto a sí misma, muchas y evidentes bendiciones están sobre ella. La fuerza es la vestidura de su hombre interior. La resolución y el coraje cristianos la elevan por encima de las turbadoras dificultades. La vestidura del honor la marcan con la aprobación del Señor, como su sierva fiel, la hija de su gracia y la heredera de su gloria…
Versículos 28-31: La mujer virtuosa obviamente está promoviendo su propio interés. Pues, ¿qué mayor felicidad terrenal puede conocer que la reverencia que le dispensan sus hijos y la alabanza de su marido?
Podemos imaginarnos su condición: Coronada con los años, sus hijos crecidos, tal vez ellos mismos rodeados con familias y tratando de dirigirlas como ellos habían sido dirigidos.
Su madre está constantemente ante sus ojos. Su guía tierna, sus sabios consejos, su disciplina amorosa, su ejemplo santo permanecen vívidamente en sus recuerdos.
Ellos no cesan de llamarla bienaventurada y de bendecir al Señor por ella como su inestimable don. Su esposo la alaba cariñosamente.
Su apego a ella estaba basado, no en los engañosos y vanos encantos de la belleza, sino en el temor del Señor.
Por tanto, ella está en sus ojos hasta el final, es la estancia de sus años de la vejez, el bálsamo de sus preocupaciones, la consejera en sus confusiones, la consoladora en sus penas, el rayo de luz de sus alegrías terrenales.
Tanto los hijos como el esposo se unen en reconocimiento agradecido: “Muchas mujeres hicieron el bien, mas tú sobrepasas a todas”.
Pero nos podemos preguntar, ¿por qué las recomendaciones exteriores no forman parte de este retrato? Todo lo que está descrito es sólida excelencia; la gracia es engañosa. Una graciosa forma y apariencia, a menudo acaban en un desengaño más amargo de lo que es posible expresar con palabras.
A menudo, estas encubren las más viles corrupciones. Y entonces la belleza, ¡qué vanidad pasajera es! Un ataque de enfermedad la barre (Sal. 39:11). La pena y las preocupaciones marchitan sus encantos. E incluso si permanece, tiene poco que ver con la felicidad.
Se manifiesta como la ocasión fructífera de problemas, la fuente de muchas hirientes tentaciones y trampas y, sin un principio sustancial para una mente lúcida, se convierte en un objeto de repulsión más bien que de atracción (Pr. 11:22).
El retrato, aquí dibujado por inspiración divina, comienza con el toque de una mujer virtuosa y completa la escena con los trazos de una mujer que teme al Señor (31:10, 30).
Por las bellas características descritas —su fidelidad a su marido, sus hábitos activos, su buena gestión y diligencia con su familia, su consideración para las necesidades y la comodidad de los demás, su conducta cuidadosa, su ternura para con el pobre y menesteroso, su comportamiento atento y amable para con todos—, vemos que todo su carácter y gracia sólo pueden proceder de la virtud que se identifica con la piedad vital.
Son los buenos frutos que muestran que el árbol es bueno (Mt. 7:17). Ellos son ese fruto, que procede de un principio recto, que el corrompido tronco natural de un hombre nunca podrá producir.
¡Cuán valioso es este retrato como directorio para la elección del matrimonio! Sea la virtud, y no la belleza, el objeto principal. Sea puesta en contra de la vanidad de la belleza, la verdadera felicidad, que está relacionada con la mujer que teme al Señor.
Aquí está la sólida base de la felicidad. “Si —dice el obispo Beveridge— la escojo por su belleza, la amaré sólo mientras esta continúa y, entonces, adiós de repente tanto al deber como al gozo. Pero si la amo por sus virtudes, entonces, aunque todos los demás arenosos fundamentos caigan, con todo, mi felicidad permanecerá entera”. “De esta manera —dice Matthew Henry— cerramos este espejo para las mujeres, el cual se desea que ellas abran para vestirse según él. Y si lo hacen, su atavío será hallado para alabanza, y honor y gloria en la manifestación de Jesucristo”.
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