“Hijitos, guardaos de los ídolos. Amén” (1 Juan 5:21).
Juan escribió mucho en esta epístola acerca del amor de Jesús y lo hizo bien porque sabía más de ese amor que cualquiera. No obstante, habiendo escrito acerca del amor de Jesús, fue movido por un celo intenso, no fuera que de algún modo el corazón de aquellos a quienes escribía se apartara del querido Amante de sus almas quien merecía todo su afecto. Y por lo tanto, no el amor a ellos solamente, sino también el amor a Jesús lo llevó a concluir su carta con estas significativas palabras: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.
Primero, guárdense de adorarse a sí mismos. ¡Cuántos caen en este terrible pecado! Algunos por querer encontrar satisfacción en la comida y la bebida. Cuánto comer y, especialmente beber, hablando claro, ¡no es más que glotonería y borrachera! Hay cristianos profesantes que quizá nunca parecen alcoholizados, pero toman un traguito tras otro hasta que se les va a la cabeza, pero no lo aparentan por lo que uno ni sospecha que sean tomadores.
Es una lástima que algunos que profesan ser cristianos se den ese gusto en la intimidad de su casa. Es escandaloso que exista un pecado como éste en la Iglesia de Dios. Amados, les insto que se aseguren de no ofrecer sacrificios a la glotonería ni a Baco (dios del vino). Si lo hacen, dan evidencia de ser idólatras que adoran a sus propias entrañas y que el amor de Dios no mora en ustedes.
Hay otros que se adoran a sí mismos viviendo una vida de indolencia. No tienen nada que hacer y lo hacen muy bien. Se toman sus descansos y esto es lo principal en que se interesan. Saltan de un placer a otro, de un entretenimiento a otro, de una vanidad a otra, como si esta vida fuera nada más que un jardín en el que las mariposas vuelan de flor en flor y no un ámbito donde hay trabajo serio que realizar y en el que la eternidad es la meta definitiva que hay que lograr. No se adoren a sí mismos perdiendo el tiempo como lo hacen los indolentes.
Algunos se adoran a sí mismos adornando sus cuerpos con exageración. Su primer y último pensamiento es: “¿Qué me pondré?”. No caigan en esta idolatría.
Luego están otros que hacen ídolos de sus riquezas. Obtener dinero parece ser al propósito principal de su vida. Ahora bien, es correcto que el cristiano sea diligente en sus ocupaciones, que su diligencia no sea menor que la de ningún otro al atender los asuntos de su vida. Pero es siempre lastimoso que digan: “Tal o cual persona se enriquece más año tras año, pero también es más y más avaro. Ahora ofrenda menos de lo que ofrendaba cuando sólo tenía la mitad de lo que tiene ahora”. A veces vemos a alguno como el hombre que, siendo comparativamente pobre, ofrendaba un peso; pero cuando se hizo rico daba un centavo.
Algunos adoran su vocación. Dan toda su alma a su arte o su llamado particular, sea cual fuere. En cierto sentido, esto es lo correcto, pero nunca debemos olvidar que el primer y gran mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt. 22:37). Esto es lo que tiene que ocupar siempre el primer lugar.
Hay algunos que hacen ídolos de sus familiares y amigos más queridos. Permítanme tocar aquí un punto muy sensible. Algunos han hecho esto con sus hijos.
Recuerdo haber leído la historia de un buen hombre que parecía no poder perdonar a Dios por haberle quitado a su hijo. Sentado durante una reunión cuáquera, con su cabeza inclinada y triste, llegó su momento de liberación cuando una hermana se puso de pie y dijo: “En verdad percibo que los hijos son ídolos”. Dicho esto volvió a tomar asiento.
A menudo necesitamos este tipo de mensaje, aunque es lamentable que así sea. No hagan ídolos de sus hijos ni de su cónyuge porque, al colocarles en el lugar de Cristo, lo provocan a que se los quiten. Ámenlos todo lo que quieran (yo quisiera que algunos amaran a sus hijos y a sus cónyuges más de lo que lo hacen), pero ámenlos de tal manera que Cristo tenga el primer lugar en su corazón.
El catálogo de ídolos que tendemos a adorar es muy largo… me llevaría mucho tiempo hacer una lista de las diversas formas que puede tomar la idolatría en el corazón del ser humano. Pero permítanme resumirlo en una sola frase: Recordemos que Dios tiene derecho a todo nuestro ser.
No hay nada, ni puede haber nada que debiera ser más supremo en nuestros afectos que nuestro Señor. Y si adoramos algo o algún ideal, sea lo que sea, más de lo que amamos a nuestro Dios, somos idólatras, y estamos desobedeciendo el mandato del texto: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.
Para concluir mis observaciones sobre este punto, quiero decirles, amados, que se cuiden del ídolo del momento en lo que respecta a su fe. Algunos hemos vivido bastante tiempo como para ver cuántas veces cambian los ídolos. En este momento, en algunas iglesias que profesan ser cristianas, el ídolo es el intelectualismo, la cultura, el pensamiento moderno. Sea cual fuere el nombre que llevan, esos ídolos no tienen derecho de estar en una iglesia cristiana porque son creencias que tienen muy poca o ninguna relación con Cristo.
Ahora bien, tengo cierto respeto por incrédulos totalmente sinceros, como Voltaire o Tomás Paine. Pero no lo tengo en absoluto por el que va a la universidad con el fin de prepararse para el ministerio cristiano y luego afirma tener la libertad para dudar de la deidad de Cristo, la necesidad de la conversión, el castigo de los impíos y otras verdades que son esenciales para una proclamación íntegra del evangelio de Cristo.
Alguien así tiene opiniones extrañas sobre la sinceridad. Y las tiene también el pastor que toma el púlpito y les predica a sus oyentes doctrinas que él no cree y que, sin embargo, para ellos son lo más preciado de su vida. No obstante, en el momento que se le reclama que rinda cuentas por su incredulidad, clama: “¡Persecución! ¡Persecución! ¡Fanatismo! ¡Fanatismo!”.
Si me encontrara con un ladrón en la puerta de mi cuarto y lo apresara hasta que llegara la policía, el ladrón me podría juzgar fanático porque no lo dejé robar mis pertenencias y porque interferí con su libertad. Entonces, de la misma manera, soy llamado fanático porque no permito que alguien venga y robe de mi propio púlpito las verdades que me son más preciadas que la vida misma. De hecho, estoy dispuesto a darle a ese hombre la libertad de ir y anunciar sus puntos de vista en alguna otra parte a su propia costa. Pero no lo hará a costa mía, ni en medio de una congregación que yo reuní para guiarlos en la adoración a Dios y la proclamación de la verdad como las Escrituras la revelan. Manténganse apartados de este ídolo del momento, porque es precursor de muerte para cualquier iglesia que le permite la entrada.
Créanme, mis hermanos, que la Iglesia de Cristo aprenderá, aunque no lo aprenda el mundo, que la cultura más elevada radica en el corazón cultivado por la gracia divina; que la ciencia más auténtica es Jesucristo y él crucificado; que el pensamiento más excelso y la más profunda de todas las metafísicas se encuentran al pie de la cruz y que los hombres que continúan predicando sencillamente y de todo corazón las sendas antiguas, son los que ciertamente obtendrán la victoria.
Cuando los que navegan en una frágil embarcación que ellos o sus compañeros pecadores han construido, sin timón y sin piloto al mando, irán a la deriva y se estrellarán contra las rocas. En cambio, los que confían en el Señor y lo tienen como su Piloto, navegarán lejos de las rocas contra las que otros han encallado y naufragado, y serán llevados al buen puerto de paz donde descansarán eternamente.
Juan escribió mucho en esta epístola acerca del amor de Jesús y lo hizo bien porque sabía más de ese amor que cualquiera. No obstante, habiendo escrito acerca del amor de Jesús, fue movido por un celo intenso, no fuera que de algún modo el corazón de aquellos a quienes escribía se apartara del querido Amante de sus almas quien merecía todo su afecto. Y por lo tanto, no el amor a ellos solamente, sino también el amor a Jesús lo llevó a concluir su carta con estas significativas palabras: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.
Primero, guárdense de adorarse a sí mismos. ¡Cuántos caen en este terrible pecado! Algunos por querer encontrar satisfacción en la comida y la bebida. Cuánto comer y, especialmente beber, hablando claro, ¡no es más que glotonería y borrachera! Hay cristianos profesantes que quizá nunca parecen alcoholizados, pero toman un traguito tras otro hasta que se les va a la cabeza, pero no lo aparentan por lo que uno ni sospecha que sean tomadores.
Es una lástima que algunos que profesan ser cristianos se den ese gusto en la intimidad de su casa. Es escandaloso que exista un pecado como éste en la Iglesia de Dios. Amados, les insto que se aseguren de no ofrecer sacrificios a la glotonería ni a Baco (dios del vino). Si lo hacen, dan evidencia de ser idólatras que adoran a sus propias entrañas y que el amor de Dios no mora en ustedes.
Hay otros que se adoran a sí mismos viviendo una vida de indolencia. No tienen nada que hacer y lo hacen muy bien. Se toman sus descansos y esto es lo principal en que se interesan. Saltan de un placer a otro, de un entretenimiento a otro, de una vanidad a otra, como si esta vida fuera nada más que un jardín en el que las mariposas vuelan de flor en flor y no un ámbito donde hay trabajo serio que realizar y en el que la eternidad es la meta definitiva que hay que lograr. No se adoren a sí mismos perdiendo el tiempo como lo hacen los indolentes.
Algunos se adoran a sí mismos adornando sus cuerpos con exageración. Su primer y último pensamiento es: “¿Qué me pondré?”. No caigan en esta idolatría.
Luego están otros que hacen ídolos de sus riquezas. Obtener dinero parece ser al propósito principal de su vida. Ahora bien, es correcto que el cristiano sea diligente en sus ocupaciones, que su diligencia no sea menor que la de ningún otro al atender los asuntos de su vida. Pero es siempre lastimoso que digan: “Tal o cual persona se enriquece más año tras año, pero también es más y más avaro. Ahora ofrenda menos de lo que ofrendaba cuando sólo tenía la mitad de lo que tiene ahora”. A veces vemos a alguno como el hombre que, siendo comparativamente pobre, ofrendaba un peso; pero cuando se hizo rico daba un centavo.
Algunos adoran su vocación. Dan toda su alma a su arte o su llamado particular, sea cual fuere. En cierto sentido, esto es lo correcto, pero nunca debemos olvidar que el primer y gran mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt. 22:37). Esto es lo que tiene que ocupar siempre el primer lugar.
Hay algunos que hacen ídolos de sus familiares y amigos más queridos. Permítanme tocar aquí un punto muy sensible. Algunos han hecho esto con sus hijos.
Recuerdo haber leído la historia de un buen hombre que parecía no poder perdonar a Dios por haberle quitado a su hijo. Sentado durante una reunión cuáquera, con su cabeza inclinada y triste, llegó su momento de liberación cuando una hermana se puso de pie y dijo: “En verdad percibo que los hijos son ídolos”. Dicho esto volvió a tomar asiento.
A menudo necesitamos este tipo de mensaje, aunque es lamentable que así sea. No hagan ídolos de sus hijos ni de su cónyuge porque, al colocarles en el lugar de Cristo, lo provocan a que se los quiten. Ámenlos todo lo que quieran (yo quisiera que algunos amaran a sus hijos y a sus cónyuges más de lo que lo hacen), pero ámenlos de tal manera que Cristo tenga el primer lugar en su corazón.
El catálogo de ídolos que tendemos a adorar es muy largo… me llevaría mucho tiempo hacer una lista de las diversas formas que puede tomar la idolatría en el corazón del ser humano. Pero permítanme resumirlo en una sola frase: Recordemos que Dios tiene derecho a todo nuestro ser.
No hay nada, ni puede haber nada que debiera ser más supremo en nuestros afectos que nuestro Señor. Y si adoramos algo o algún ideal, sea lo que sea, más de lo que amamos a nuestro Dios, somos idólatras, y estamos desobedeciendo el mandato del texto: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.
Para concluir mis observaciones sobre este punto, quiero decirles, amados, que se cuiden del ídolo del momento en lo que respecta a su fe. Algunos hemos vivido bastante tiempo como para ver cuántas veces cambian los ídolos. En este momento, en algunas iglesias que profesan ser cristianas, el ídolo es el intelectualismo, la cultura, el pensamiento moderno. Sea cual fuere el nombre que llevan, esos ídolos no tienen derecho de estar en una iglesia cristiana porque son creencias que tienen muy poca o ninguna relación con Cristo.
Ahora bien, tengo cierto respeto por incrédulos totalmente sinceros, como Voltaire o Tomás Paine. Pero no lo tengo en absoluto por el que va a la universidad con el fin de prepararse para el ministerio cristiano y luego afirma tener la libertad para dudar de la deidad de Cristo, la necesidad de la conversión, el castigo de los impíos y otras verdades que son esenciales para una proclamación íntegra del evangelio de Cristo.
Alguien así tiene opiniones extrañas sobre la sinceridad. Y las tiene también el pastor que toma el púlpito y les predica a sus oyentes doctrinas que él no cree y que, sin embargo, para ellos son lo más preciado de su vida. No obstante, en el momento que se le reclama que rinda cuentas por su incredulidad, clama: “¡Persecución! ¡Persecución! ¡Fanatismo! ¡Fanatismo!”.
Si me encontrara con un ladrón en la puerta de mi cuarto y lo apresara hasta que llegara la policía, el ladrón me podría juzgar fanático porque no lo dejé robar mis pertenencias y porque interferí con su libertad. Entonces, de la misma manera, soy llamado fanático porque no permito que alguien venga y robe de mi propio púlpito las verdades que me son más preciadas que la vida misma. De hecho, estoy dispuesto a darle a ese hombre la libertad de ir y anunciar sus puntos de vista en alguna otra parte a su propia costa. Pero no lo hará a costa mía, ni en medio de una congregación que yo reuní para guiarlos en la adoración a Dios y la proclamación de la verdad como las Escrituras la revelan. Manténganse apartados de este ídolo del momento, porque es precursor de muerte para cualquier iglesia que le permite la entrada.
Créanme, mis hermanos, que la Iglesia de Cristo aprenderá, aunque no lo aprenda el mundo, que la cultura más elevada radica en el corazón cultivado por la gracia divina; que la ciencia más auténtica es Jesucristo y él crucificado; que el pensamiento más excelso y la más profunda de todas las metafísicas se encuentran al pie de la cruz y que los hombres que continúan predicando sencillamente y de todo corazón las sendas antiguas, son los que ciertamente obtendrán la victoria.
Cuando los que navegan en una frágil embarcación que ellos o sus compañeros pecadores han construido, sin timón y sin piloto al mando, irán a la deriva y se estrellarán contra las rocas. En cambio, los que confían en el Señor y lo tienen como su Piloto, navegarán lejos de las rocas contra las que otros han encallado y naufragado, y serán llevados al buen puerto de paz donde descansarán eternamente.
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