Puede suceder que nos sintamos amenazados por quienes no piensan como nosotros y que tienen otras costumbres o creencias. Es muy humano conservar un cierto sentido de pertenencia a un grupo.
Pero ya no es tan sano si ese orgullo y sentido de pertenencia nos distancia de nuestro prójimo. Para Dios todos somos iguales, somos sus hijos y nuestro deber de hermanos aplica para cualquier persona, sin distinción de convicciones, sexo, edad, raza o credo (1 Juan 4:20).
Lazos irrompibles
En la familia los lazos de sangre son irrompibles, son más resistentes que el tiempo, que los conflictos e incluso que las decisiones que cada uno va tomando por el camino. No importa el grupo al que pertenezca, ni el rumbo que elija cada hermano, nunca podrá existir algo como un “ex-hermano”, porque ese vínculo fraternal nada lo puede romper.
Jesús no vino a traernos mensajes complicados, cifrados u ocultos. Nos dijo algo muy claro: ama a tu prójimo como a ti mismo (Mateo 22:39) y ora por tus enemigos (Mateo 5:44), porque es el segundo mandamiento más importante, es el resumen de la ley y los profetas (Mateo 22:40). Todos somos hijos del mismo Padre, sin distinción (Génesis 42:11).
Más puentes, menos muros…
Por eso Jesús nos cuenta una historia en el evangelio de Lucas. Él tiene la intención de darnos una lección y por eso, como Buen Maestro, emplea pedagógicamente un ejemplo: el de un hombre que es asaltado mientras iba de camino y despojado de sus pertenencias y queda malherido.
Por ese camino transita un sacerdote dedicado al culto de Dios, que al ver al hombre tirado, golpeado y claramente necesitado de ayuda, pasa de largo. Lo mismo un levita observante de la ley que al verlo sigue su camino. En la provocadora historia de Jesús, sólo un samaritano, se apiada de aquel hombre con quien tenía diferencias políticas y religiosas.
Para Jesús nada es casual o improvisado; Jesús quiso que todo el mundo supiera lo que opinaba de nuestras divisiones y separatismos. Por eso puso esta parábola de un buen judío que cae en manos de criminales. Y Jesús provoca con su ejemplo.
Cuenta que ni los pastores judíos ni los conocedores de la ley se detuvieron a ayudar a ese pobre hombre. No es casual que Jesús hable del buen samaritano; los samaritanos siempre fueron despreciados por los judíos de Jerusalén porque no eran ortodoxos, porque son como una secta del judaísmo.
Para Jesús esas divisiones humanas no son importantes, lo importante es reconocer a Dios en el prójimo y reconocer al otro como hermano.
Los que pasan de largo.
Hay quienes evitan el compromiso, ni el sacerdote ni el levita quieren manchar sus vestiduras. Quizás sienten que pierden rango o dignidad si ayudan a otros a levantarse del polvo. Sólo estarían dispuesto a ayudar si no implica ensuciarse o “arremangarse”.
Una ayuda fácil, de fotografía, de reflector, de selfie para el Facebook. Pero, cuando comportarse como prójimo implica salir de la propia zona de confort, cuando implica salir del propio horario, dejar a un lado tiempo de descanso, etc… Entonces, pasan de largo.
Conclusión
El buen samaritano se comportó como un verdadero hermano que se baja del caballo, que cura las heridas, se ensucia y sacrifica sus planes y su tiempo por ayudar al otro; sin importar si es del propio barrio, si es de su mismo color de piel, si es pobre o adinerado.
Jesús nos pone como ejemplo la buena obra de ese samaritano que ayuda más allá de las fronteras y muros que los hombres solemos levantar y al final nos dice qué debe hacer un buen cristiano: “¡Ve y haz tú lo mismo!”
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