Dios justifica al impío
¿El impío?
¿No te sorprende el que haya en la Sagrada Biblia una expresión así: “Aquel que justifica al impío”? He oído que los que aborrecen las doctrinas de la cruz, acusan de injusto a Dios por salvar a los malos y recibir al más vil de los pecadores. ¡Fíjate, cómo este versículo acepta la acusación y lo afirma claramente! Por boca del apóstol Pablo, por la inspiración del Espíritu Santo, se da a sí mismo el título: “Aquél que justifica al impío.”
Él justifica a los injustos, perdona a los que merecen castigo y favorece a los que no merecen favor alguno. ¿No es cierto que has pensado siempre que la salvación era para los buenos, y que la gracia de Dios era para los justos y santos que están libres del pecado? Se te ha ocurrido, sin duda, que si fueras bueno, Dios te recompensaría, y has pensado que porque no eres digno, nunca podrás disfrutar de sus favores. Por lo tanto te debe sorprender un poco leer un texto como éste: “Aquel que justifica al impío.”
No me extraño de que te sorprendas, pues aun con toda mi familiaridad con la gracia divina no ceso de maravillarme de este texto. ¿Es muy sorprendente, no es cierto, que sea posible que un Dios santo justifique a una persona impía? Nosotros, según la natural legalidad de nuestro corazón, estamos siempre hablando de nuestra propia bondad y nuestros propios méritos, y nos aferramos tenazmente a la idea de que tiene que haber algo en nosotros para que Dios se ocupe de nuestras personas.
Pero Dios que conoce bien todos nuestros engaños, sabe que no hay ninguna bondad en nosotros y declara que no hay justo, ni aún uno. Él sabe que “todas nuestras justicias son como trapos de inmundicia” y, por ello, el Señor Jesús no vino al mundo para buscar bondad y justicia entre los hombres, sino para traer bondad y justicia a fin de dotar de ellas a las personas que no las tienen. No vino porque somos justos, sino para hacernos justos: él justifica al impío.
Cuando un abogado se presenta ante el tribunal, si es honrado, desea defender al inocente, justificándolo de todo lo que falsamente se le imputa. El objeto del defensor debe ser justificar al inocente y no debe tratar de encubrir al culpable. Tal milagro está reservado sólo para el Señor. Dios, el Soberano infinitamente justo, sabe que en toda la tierra no hay un justo que haga bien y no peque.
Ha constituido un plan por el cual puede, con justicia perfecta, tratar al culpable como si siempre hubiera vivido libre de pecados, sí, tratarle como si fuera totalmente libre de pecado. Él justifica al impío.
¿El impío?
¿No te sorprende el que haya en la Sagrada Biblia una expresión así: “Aquel que justifica al impío”? He oído que los que aborrecen las doctrinas de la cruz, acusan de injusto a Dios por salvar a los malos y recibir al más vil de los pecadores. ¡Fíjate, cómo este versículo acepta la acusación y lo afirma claramente! Por boca del apóstol Pablo, por la inspiración del Espíritu Santo, se da a sí mismo el título: “Aquél que justifica al impío.”
Él justifica a los injustos, perdona a los que merecen castigo y favorece a los que no merecen favor alguno. ¿No es cierto que has pensado siempre que la salvación era para los buenos, y que la gracia de Dios era para los justos y santos que están libres del pecado? Se te ha ocurrido, sin duda, que si fueras bueno, Dios te recompensaría, y has pensado que porque no eres digno, nunca podrás disfrutar de sus favores. Por lo tanto te debe sorprender un poco leer un texto como éste: “Aquel que justifica al impío.”
No me extraño de que te sorprendas, pues aun con toda mi familiaridad con la gracia divina no ceso de maravillarme de este texto. ¿Es muy sorprendente, no es cierto, que sea posible que un Dios santo justifique a una persona impía? Nosotros, según la natural legalidad de nuestro corazón, estamos siempre hablando de nuestra propia bondad y nuestros propios méritos, y nos aferramos tenazmente a la idea de que tiene que haber algo en nosotros para que Dios se ocupe de nuestras personas.
Pero Dios que conoce bien todos nuestros engaños, sabe que no hay ninguna bondad en nosotros y declara que no hay justo, ni aún uno. Él sabe que “todas nuestras justicias son como trapos de inmundicia” y, por ello, el Señor Jesús no vino al mundo para buscar bondad y justicia entre los hombres, sino para traer bondad y justicia a fin de dotar de ellas a las personas que no las tienen. No vino porque somos justos, sino para hacernos justos: él justifica al impío.
Cuando un abogado se presenta ante el tribunal, si es honrado, desea defender al inocente, justificándolo de todo lo que falsamente se le imputa. El objeto del defensor debe ser justificar al inocente y no debe tratar de encubrir al culpable. Tal milagro está reservado sólo para el Señor. Dios, el Soberano infinitamente justo, sabe que en toda la tierra no hay un justo que haga bien y no peque.
Ha constituido un plan por el cual puede, con justicia perfecta, tratar al culpable como si siempre hubiera vivido libre de pecados, sí, tratarle como si fuera totalmente libre de pecado. Él justifica al impío.
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