“Pero cuando venga el Hijo del Hombre,
¿hallará fe en la tierra?”
Lucas 18:8b
¿hallará fe en la tierra?”
Lucas 18:8b
Algunas de las preguntas del Señor Jesús nos dejan boquiabiertos, sin atener a cómo contestarlas. Ésta, especialmente, nos da tantas vueltas en
la cabeza, que por no terminar mareados preferimos lanzarla fuera de nuestro sistema mental.
Por un lado, nos es muy fácil improvisar una respuesta:
-¡Por supuesto que sí! Cuando Él venga a buscar su iglesia, allí estaremos millones de cristianos –con mucha, poca o algo de fe-, prestos a ser transformados y arrebatados a su presencia en los aires.
Pero tan fácilmente sale de nuestros labios tal respuesta, que el corazón
se sobresalta como si nuestro espíritu no quedara conforme con ella. Tal
parece como si el Señor nos volviera a hacer la pregunta, y ahí vuelve a
estar otra vez, como si nada hubiésemos dicho.
Para colmo de males, Él más nada dice ampliando la idea o esperando respuesta de sus discípulos como en otros casos. Así que no sabemos qué
decir, pues ni siquiera estamos seguros de lo que quiso decir.
¿Será que nuestra versión española no es aquí todo lo clara que sería de
desear? ¿Qué dicen otras traducciones o el mismo texto griego? ¿Podrán
ayudarnos los comentaristas?
En realidad, ningún problema hay con nuestra versión ni con otras, y el
texto griego no presenta ninguna diferencia apreciable. Los comentaristas
se reparten entre los que señalan a determinada clase de fe, como la de la
viuda de la parábola; los que piensan que el Señor nos sugiere que será muy escasa la fe al tiempo de su venida, apenas la de su remanente fiel; y los demás que esquivan el bulto sin aventurar opinión alguna.
Pero siendo que la pregunta está allí y de alguna manera nos sigue punzando, y aunque no pretendamos hallar la respuesta cabal y correcta,
parece bastante importante como para que sacudamos nuestra modorra, y
por más que nos incomode, atender a ella, no sea que nos escurramos y por no examinarnos a nosotros mismos si estamos en la fe, resulte que
todavía estemos entre los reprobados (2Co.13:5).
Cuando Carlos Marx difundió su concepto que se hizo famoso: “La
religión es el opio de los pueblos”, dijo una gran verdad que los religiosos tomaron como una gran mentira. En realidad, la auténtica fe en Cristo es liberadora de pueblos y salvadora de individuos. Pero buena parte de las naciones protestantes contemporáneas de Marx, así como las
católicas romanas del sur europeo, y la Iglesia Ortodoxa de Rusia y la
Europa oriental, estaban comprometidas con el poder temporal de Zares, Emperadores y Reyes, manteniendo sus pueblos sumidos en la ignorancia y sometidos a toda clase de injusticia. Por supuesto que todavía eran peores el islamismo, hinduismo y confucionismo (opio incluido).
Quienes acostumbramos usar con mucho cuidado el término “religión”, no tendríamos que molestarnos tanto con el dicho de Marx. Y en caso que sí nos moleste, deberíamos entonces revisar si la nuestra es “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3), o simplemente una religión más, por cristiana y evangélica que la llamemos.
Basta una lectura de corrida del Nuevo Testamento para imponernos de
la importancia vital de la fe. No nos conmueve tanto los preceptos o ritos religiosos como la misma realidad de la fe. El oír y creer la Palabra
de Dios parece ser la esencia misma del Evangelio, el discipulado y la vida
de las iglesias. Escuchar las palabras del Señor Jesús y perseverar en la
doctrina de sus apóstoles, es el alimento cotidiano que nutre a los fieles.
No se enseña hoy otra cosa desde nuestros púlpitos, ni se aprende nada
distinto a ello en los Institutos Bíblicos. Sin embargo, algo pasa, algo no
cierra y desentona con el clima neotestamentario. ¿Qué nos ocurre?
Siendo que somos humanos, para bien o para mal, somos individuos simultáneamente influenciables e influyentes. No podemos substraernos al poder y dominio que ejercen sobre nosotros las personas de nuestra casa, vecindario, lugar de trabajo o estudio. Como cristianos, la iglesia, con sus ministros y demás hermanos del cuerpo, así como la Biblia, los libros que leemos, sermones que escuchamos e himnos que cantamos, todo ello contribuye a nuestra edificación espiritual. Así que Dios mismo por su Espíritu Santo es quien mejor puede influir en nuestras vidas.
Por experiencia propia y ajena, sabemos demasiado bien que no siempre
nos sometemos a los medios de gracia con los que Dios nos prodiga sus
bendiciones, y que muchas veces nos sentimos atraídos por lo que logra
captar nuestra atención e interés, aunque termine desviándonos de la senda recta.
Dios nos ha hecho ciudadanos de los cielos, haciéndonos sentar allí mismo junto a Cristo. Pero por esas incomprensibles reacciones que
todavía nos suscita la carne, nos descolgamos de los balcones celestiales para sentarnos en las sillas de los escarnecedores de este mundo, si es que también invocan el nombre de Cristo y el éxito les acompaña.
Lo que tenemos que revisar entonces, es la verdadera naturaleza de la fe
por la que vivimos. Sabemos que este es un don de Dios que recibimos por su gracia, y que “la fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios”.
Esta verdad no sólo rige para los inconversos a quienes predicamos el
Evangelio, sino también para nosotros los que hemos creído.
Sabemos que toda Escritura es inspirada divinamente, y que además de
los libros de la antigua ley, los salmos y los profetas, en estos postreros
días Dios nos ha hablado por el Hijo, de tal manera que es el ministerio
del Espíritu de verdad, tomar todo lo de Jesús y hacérnoslo saber.
La Palabra de Dios no nos es “letra muerta” sino que es viva y eficaz.
Siempre que evangelizamos a alguien o discipulamos a un recién convertido, procuramos instruirle respecto a todo ésto.
Si tal enseñanza es buena y verdadera para ellos, lo sigue siendo y aún en mayor grado para quienes deberíamos “ser ya maestros, después de tanto tiempo”.
Pero he aquí que parece producirse un fenómeno singular: quienes echamos a andar en nuestra vida cristiana con los ojos puestos en Jesús, alimentándonos de la Palabra de Dios, primero con leche, y luego con manjar sólido, habiendo comenzado por el Espíritu obrando en nosotros
por la fe, terminamos por mirar a las masas y a quienes las seducen,
siendo fascinados de tal manera que terminamos por imitarlos para así
conseguir algo de su éxito y compartir algo de su gloria.
Así que tanto nuestra doctrina como nuestras prácticas son alteradas,
no por una mejor comprensión de la Palabra de Dios que corrige ideas
y costumbres equivocadas, sino porque si hay algo que colma los lugares
de reunión, congregando multitudes enfervorizadas, entonces conviene ser pragmáticos, y no dudar más de la bondad de lo que goza de fama,
tiene auge y exhibe logros.
Ciertamente que sería tonto desconfiar de todo lo exitoso, tanto como confiar en cuanto sea todo un fracaso; pero el uno y el otro pueden ser
tan reales como aparentes. Aunque aparezcan los frutos que sirvan para identificar al árbol, muchas veces se ve la apariencia del fruto, pero no se llega a conocer su verdadera naturaleza. ¡Claro, si le diéramos un mordiscón sabríamos qué es y cual es su estado!
No nos sería posible hablar de la fe sin citar el texto de Hebreos 11:1.
Dos palabras que aparecen en nuestra versión (R.V.1960) merecen
destacarse: certeza y convicción: “certeza de lo que se espera, convicción
de lo que no se ve”. Son estos dos elementos que hacen a la fe, pero cuya rareza hoy día hace parecer a quienes poseen esta clase de fe, como
extremistas fanáticos. Hoy se considera sabio y humilde a cualquiera que
en materia teológica mantenga conceptuosas y moderadas opiniones, sin
el radicalismo y fundamentalismo que parecen inspirar palabras como
certeza y convicción. Sin embargo, desde el momento que Dios ha hablado, tal como empieza esta epístola, no puede ser presunción ni
arrogancia afirmarse y descansar en lo que Él ha dicho. Si el mismo
universo fue constituido por la palabra de Dios, “de modo que lo que se
ve fue hecho de lo que no se veía”, ¿qué jactancia puede haber en estar
ciertos y convencidos de que todo es así como Dios ha dicho? Puede ser
que esto no nos agrade ni convenga, así que le damos vueltas al asunto
hasta llegar a conclusiones que nada tienen que ver con la revelación bíblica; pero recordemos que fue Satanás mismo quien dio a Eva su propia versión de las palabras de Dios. La primer mujer inauguró el
sistema de las opiniones personales cuando agregó por su cuenta aquello de “ni le tocaréis”, lo que no consta que Dios dijera. Es por eso que el
Apocalipsis concluye con serias advertencias de juicio contra quienes se
atrevan a modificar las palabras de la profecía, ya sea quitando como agregando.
Los ministros del Evangelio, maestros de la Palabra y expositores bíblicos, son quienes más y mejor uso hacen de la Biblia; aunque,
paradójicamente, ellos mismos son enemigos potenciales de la misma
toda vez que no sean sus propias manos las que abran un ejemplar ante
sus ojos.
Es cierto que la Sagrada Escritura es como una espada de doble filo que debemos saber esgrimir diestramente. Pero también es verdad el caso
inverso, es decir, nosotros mismos somos tomados como instrumentos por esa Palabra viva que nos usa como sus voceros. Esta doble función se
cumple en forma simultánea, y jamás nadie sabrá usar bien de la Biblia si
no ha aprendido todavía a ser usado por ella misma. Tan necesario nos es
acrecentar nuestra capacidad de conocimiento y comprensión de las
Escrituras, como nuestra capacidad de temblar ante la Palabra de Dios. Si
no somos sensibles a esto último, poco nos aprovechará el conocimiento.
Por todas las iglesias y en todas partes se levantan súplicas al cielo:
-¡Auméntanos la fe!
Pero la fe, como don de Dios que nos es otorgado libremente por su gracia, no es una pócima milagrosa, ni una virtud mágica, ni nada raro o
esotérico que nos es infundido por imposición de manos o en una ministración de efectos espectaculares. ¡Claro que es más cómodo irla a
buscar a un culto, que ponerse a leer, creer, amar y obedecer la Palabra
de Dios! Pero así son las cosas: si nuestra credulidad se satisface con las
fantasías, teatros y circos han sido montados para brindar un divertido
espectáculo. Pero si de veras queremos crecer en fe, levantemos los ojos de nuestro corazón fijándolos en Jesús, mientras estos otros de carne hurgan las Escrituras para que el Espíritu con su unción nos enseñe todas
las cosas. A tal aprendizaje seguirá necesariamente el creer, amar y acatar
la Palabra de Dios; y el gozo de esta experiencia se hace inenarrable.
Siempre es mejor el método original de Dios que cuantos los hombres han inventado. ¿Por qué complicarnos innecesariamente? La desilusión y
frustración campea por todas las iglesias, nada más que por esta fatídica
obsesión por las cisternas rotas que no pueden retener el agua.
Quiera el Señor que cuando Él regrese, tú, yo y cuantos amamos su
venida seamos hallados con una fe viva, arraigada en su Palabra, y con su
ancla echada a los cielos, de donde también le esperamos.
la cabeza, que por no terminar mareados preferimos lanzarla fuera de nuestro sistema mental.
Por un lado, nos es muy fácil improvisar una respuesta:
-¡Por supuesto que sí! Cuando Él venga a buscar su iglesia, allí estaremos millones de cristianos –con mucha, poca o algo de fe-, prestos a ser transformados y arrebatados a su presencia en los aires.
Pero tan fácilmente sale de nuestros labios tal respuesta, que el corazón
se sobresalta como si nuestro espíritu no quedara conforme con ella. Tal
parece como si el Señor nos volviera a hacer la pregunta, y ahí vuelve a
estar otra vez, como si nada hubiésemos dicho.
Para colmo de males, Él más nada dice ampliando la idea o esperando respuesta de sus discípulos como en otros casos. Así que no sabemos qué
decir, pues ni siquiera estamos seguros de lo que quiso decir.
¿Será que nuestra versión española no es aquí todo lo clara que sería de
desear? ¿Qué dicen otras traducciones o el mismo texto griego? ¿Podrán
ayudarnos los comentaristas?
En realidad, ningún problema hay con nuestra versión ni con otras, y el
texto griego no presenta ninguna diferencia apreciable. Los comentaristas
se reparten entre los que señalan a determinada clase de fe, como la de la
viuda de la parábola; los que piensan que el Señor nos sugiere que será muy escasa la fe al tiempo de su venida, apenas la de su remanente fiel; y los demás que esquivan el bulto sin aventurar opinión alguna.
Pero siendo que la pregunta está allí y de alguna manera nos sigue punzando, y aunque no pretendamos hallar la respuesta cabal y correcta,
parece bastante importante como para que sacudamos nuestra modorra, y
por más que nos incomode, atender a ella, no sea que nos escurramos y por no examinarnos a nosotros mismos si estamos en la fe, resulte que
todavía estemos entre los reprobados (2Co.13:5).
Cuando Carlos Marx difundió su concepto que se hizo famoso: “La
religión es el opio de los pueblos”, dijo una gran verdad que los religiosos tomaron como una gran mentira. En realidad, la auténtica fe en Cristo es liberadora de pueblos y salvadora de individuos. Pero buena parte de las naciones protestantes contemporáneas de Marx, así como las
católicas romanas del sur europeo, y la Iglesia Ortodoxa de Rusia y la
Europa oriental, estaban comprometidas con el poder temporal de Zares, Emperadores y Reyes, manteniendo sus pueblos sumidos en la ignorancia y sometidos a toda clase de injusticia. Por supuesto que todavía eran peores el islamismo, hinduismo y confucionismo (opio incluido).
Quienes acostumbramos usar con mucho cuidado el término “religión”, no tendríamos que molestarnos tanto con el dicho de Marx. Y en caso que sí nos moleste, deberíamos entonces revisar si la nuestra es “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3), o simplemente una religión más, por cristiana y evangélica que la llamemos.
Basta una lectura de corrida del Nuevo Testamento para imponernos de
la importancia vital de la fe. No nos conmueve tanto los preceptos o ritos religiosos como la misma realidad de la fe. El oír y creer la Palabra
de Dios parece ser la esencia misma del Evangelio, el discipulado y la vida
de las iglesias. Escuchar las palabras del Señor Jesús y perseverar en la
doctrina de sus apóstoles, es el alimento cotidiano que nutre a los fieles.
No se enseña hoy otra cosa desde nuestros púlpitos, ni se aprende nada
distinto a ello en los Institutos Bíblicos. Sin embargo, algo pasa, algo no
cierra y desentona con el clima neotestamentario. ¿Qué nos ocurre?
Siendo que somos humanos, para bien o para mal, somos individuos simultáneamente influenciables e influyentes. No podemos substraernos al poder y dominio que ejercen sobre nosotros las personas de nuestra casa, vecindario, lugar de trabajo o estudio. Como cristianos, la iglesia, con sus ministros y demás hermanos del cuerpo, así como la Biblia, los libros que leemos, sermones que escuchamos e himnos que cantamos, todo ello contribuye a nuestra edificación espiritual. Así que Dios mismo por su Espíritu Santo es quien mejor puede influir en nuestras vidas.
Por experiencia propia y ajena, sabemos demasiado bien que no siempre
nos sometemos a los medios de gracia con los que Dios nos prodiga sus
bendiciones, y que muchas veces nos sentimos atraídos por lo que logra
captar nuestra atención e interés, aunque termine desviándonos de la senda recta.
Dios nos ha hecho ciudadanos de los cielos, haciéndonos sentar allí mismo junto a Cristo. Pero por esas incomprensibles reacciones que
todavía nos suscita la carne, nos descolgamos de los balcones celestiales para sentarnos en las sillas de los escarnecedores de este mundo, si es que también invocan el nombre de Cristo y el éxito les acompaña.
Lo que tenemos que revisar entonces, es la verdadera naturaleza de la fe
por la que vivimos. Sabemos que este es un don de Dios que recibimos por su gracia, y que “la fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios”.
Esta verdad no sólo rige para los inconversos a quienes predicamos el
Evangelio, sino también para nosotros los que hemos creído.
Sabemos que toda Escritura es inspirada divinamente, y que además de
los libros de la antigua ley, los salmos y los profetas, en estos postreros
días Dios nos ha hablado por el Hijo, de tal manera que es el ministerio
del Espíritu de verdad, tomar todo lo de Jesús y hacérnoslo saber.
La Palabra de Dios no nos es “letra muerta” sino que es viva y eficaz.
Siempre que evangelizamos a alguien o discipulamos a un recién convertido, procuramos instruirle respecto a todo ésto.
Si tal enseñanza es buena y verdadera para ellos, lo sigue siendo y aún en mayor grado para quienes deberíamos “ser ya maestros, después de tanto tiempo”.
Pero he aquí que parece producirse un fenómeno singular: quienes echamos a andar en nuestra vida cristiana con los ojos puestos en Jesús, alimentándonos de la Palabra de Dios, primero con leche, y luego con manjar sólido, habiendo comenzado por el Espíritu obrando en nosotros
por la fe, terminamos por mirar a las masas y a quienes las seducen,
siendo fascinados de tal manera que terminamos por imitarlos para así
conseguir algo de su éxito y compartir algo de su gloria.
Así que tanto nuestra doctrina como nuestras prácticas son alteradas,
no por una mejor comprensión de la Palabra de Dios que corrige ideas
y costumbres equivocadas, sino porque si hay algo que colma los lugares
de reunión, congregando multitudes enfervorizadas, entonces conviene ser pragmáticos, y no dudar más de la bondad de lo que goza de fama,
tiene auge y exhibe logros.
Ciertamente que sería tonto desconfiar de todo lo exitoso, tanto como confiar en cuanto sea todo un fracaso; pero el uno y el otro pueden ser
tan reales como aparentes. Aunque aparezcan los frutos que sirvan para identificar al árbol, muchas veces se ve la apariencia del fruto, pero no se llega a conocer su verdadera naturaleza. ¡Claro, si le diéramos un mordiscón sabríamos qué es y cual es su estado!
No nos sería posible hablar de la fe sin citar el texto de Hebreos 11:1.
Dos palabras que aparecen en nuestra versión (R.V.1960) merecen
destacarse: certeza y convicción: “certeza de lo que se espera, convicción
de lo que no se ve”. Son estos dos elementos que hacen a la fe, pero cuya rareza hoy día hace parecer a quienes poseen esta clase de fe, como
extremistas fanáticos. Hoy se considera sabio y humilde a cualquiera que
en materia teológica mantenga conceptuosas y moderadas opiniones, sin
el radicalismo y fundamentalismo que parecen inspirar palabras como
certeza y convicción. Sin embargo, desde el momento que Dios ha hablado, tal como empieza esta epístola, no puede ser presunción ni
arrogancia afirmarse y descansar en lo que Él ha dicho. Si el mismo
universo fue constituido por la palabra de Dios, “de modo que lo que se
ve fue hecho de lo que no se veía”, ¿qué jactancia puede haber en estar
ciertos y convencidos de que todo es así como Dios ha dicho? Puede ser
que esto no nos agrade ni convenga, así que le damos vueltas al asunto
hasta llegar a conclusiones que nada tienen que ver con la revelación bíblica; pero recordemos que fue Satanás mismo quien dio a Eva su propia versión de las palabras de Dios. La primer mujer inauguró el
sistema de las opiniones personales cuando agregó por su cuenta aquello de “ni le tocaréis”, lo que no consta que Dios dijera. Es por eso que el
Apocalipsis concluye con serias advertencias de juicio contra quienes se
atrevan a modificar las palabras de la profecía, ya sea quitando como agregando.
Los ministros del Evangelio, maestros de la Palabra y expositores bíblicos, son quienes más y mejor uso hacen de la Biblia; aunque,
paradójicamente, ellos mismos son enemigos potenciales de la misma
toda vez que no sean sus propias manos las que abran un ejemplar ante
sus ojos.
Es cierto que la Sagrada Escritura es como una espada de doble filo que debemos saber esgrimir diestramente. Pero también es verdad el caso
inverso, es decir, nosotros mismos somos tomados como instrumentos por esa Palabra viva que nos usa como sus voceros. Esta doble función se
cumple en forma simultánea, y jamás nadie sabrá usar bien de la Biblia si
no ha aprendido todavía a ser usado por ella misma. Tan necesario nos es
acrecentar nuestra capacidad de conocimiento y comprensión de las
Escrituras, como nuestra capacidad de temblar ante la Palabra de Dios. Si
no somos sensibles a esto último, poco nos aprovechará el conocimiento.
Por todas las iglesias y en todas partes se levantan súplicas al cielo:
-¡Auméntanos la fe!
Pero la fe, como don de Dios que nos es otorgado libremente por su gracia, no es una pócima milagrosa, ni una virtud mágica, ni nada raro o
esotérico que nos es infundido por imposición de manos o en una ministración de efectos espectaculares. ¡Claro que es más cómodo irla a
buscar a un culto, que ponerse a leer, creer, amar y obedecer la Palabra
de Dios! Pero así son las cosas: si nuestra credulidad se satisface con las
fantasías, teatros y circos han sido montados para brindar un divertido
espectáculo. Pero si de veras queremos crecer en fe, levantemos los ojos de nuestro corazón fijándolos en Jesús, mientras estos otros de carne hurgan las Escrituras para que el Espíritu con su unción nos enseñe todas
las cosas. A tal aprendizaje seguirá necesariamente el creer, amar y acatar
la Palabra de Dios; y el gozo de esta experiencia se hace inenarrable.
Siempre es mejor el método original de Dios que cuantos los hombres han inventado. ¿Por qué complicarnos innecesariamente? La desilusión y
frustración campea por todas las iglesias, nada más que por esta fatídica
obsesión por las cisternas rotas que no pueden retener el agua.
Quiera el Señor que cuando Él regrese, tú, yo y cuantos amamos su
venida seamos hallados con una fe viva, arraigada en su Palabra, y con su
ancla echada a los cielos, de donde también le esperamos.
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