Uno de los mayores problemas que tiene la predicación actual es que intenta convencer. Los sacerdotes, en general, tienen una buena formación lógica, con la mente llena de ideas, que van engrosando con el estudio y la lectura. No se distinguen para nada, al hablar, de lo que se estila dentro de la cultura racionalista en la que vivimos. La frase: “tengo razón”, es la meta de toda dialéctica, desde la más pequeña discusión hasta la ponencia mejor lograda.
Sin embrago, si entramos en el terreno de la fe, esto trae graves consecuencias. Cuando se quiere convencer a los demás de la necesidad de ser buenos, de convertirse, de experimentar la fe, se hace de Dios un objeto de mercadería. A un cliente se le debe convencer de que el producto en cuestión es el mejor y el más barato del mercado. Esto es lo que hacen los vendedores expertos y emplean para ello toda clase de argumentos. La propaganda es clave para que una empresa tenga éxito.
Yo, sin darme cuenta, he tratado toda la vida de vender a Dios, es decir, de ganar adeptos para su empresa. El resultado es más bien frustrante. No tengo sensación de que haya convencido a nadie para la causa de Dios; a lo más, he ayudado a conservar ciertas creencias, en algunos. Ha venido, eso sí, mucha gente a discutir conmigo, a darme la razón o a contradecir mis convicciones. Durante muchos años no escuché ningún testimonio de que mis palabras hubieran tocado el corazón de nadie; sólo habían llegado, en ocasiones, a la inteligencia, pero esto no le cambia la vida a nadie.
Con el paso del tiempo, este hecho se me fue haciendo claro. El día que se me hizo consciente y lo pude formular, me sentí frustrado. Yo he trabajado duro a lo largo de los años; he puesto a disposición de los demás, lo que yo tenía; me he formado con suficiente esmero.
¿Cómo es que no puedo llegar a los demás? Si hubiera tratado de vender coca-colas, seguro que hubiera tenido más éxito. Perdí cierto interés por la razón y cultura humana. Si el cristianismo no tuviera otros medios para llegar a los demás, habría desaparecido hace muchos siglos. Lo más grave es que, mientras no se te revela, no te puedes ni imaginar que haya otra forma de predicar y de llegar al corazón de la gente. Sin embargo, sí la hay. A su tiempo se te revela que no se trata de convencer a la gente sino de quebrantarla.
Está claro que ninguno de nosotros es capaz de quebrantar el corazón de nadie. Estamos en un terreno en el que sólo puede actuar el Espíritu, que es el que conoce y ama de verdad a cada uno de los corazones. Ninguna fórmula de contagio, de transmisión, de emoción, sentimiento o shock, puede llegar a romper la dureza y sordera de un corazón humano.
Sin embrago, si entramos en el terreno de la fe, esto trae graves consecuencias. Cuando se quiere convencer a los demás de la necesidad de ser buenos, de convertirse, de experimentar la fe, se hace de Dios un objeto de mercadería. A un cliente se le debe convencer de que el producto en cuestión es el mejor y el más barato del mercado. Esto es lo que hacen los vendedores expertos y emplean para ello toda clase de argumentos. La propaganda es clave para que una empresa tenga éxito.
Yo, sin darme cuenta, he tratado toda la vida de vender a Dios, es decir, de ganar adeptos para su empresa. El resultado es más bien frustrante. No tengo sensación de que haya convencido a nadie para la causa de Dios; a lo más, he ayudado a conservar ciertas creencias, en algunos. Ha venido, eso sí, mucha gente a discutir conmigo, a darme la razón o a contradecir mis convicciones. Durante muchos años no escuché ningún testimonio de que mis palabras hubieran tocado el corazón de nadie; sólo habían llegado, en ocasiones, a la inteligencia, pero esto no le cambia la vida a nadie.
Con el paso del tiempo, este hecho se me fue haciendo claro. El día que se me hizo consciente y lo pude formular, me sentí frustrado. Yo he trabajado duro a lo largo de los años; he puesto a disposición de los demás, lo que yo tenía; me he formado con suficiente esmero.
¿Cómo es que no puedo llegar a los demás? Si hubiera tratado de vender coca-colas, seguro que hubiera tenido más éxito. Perdí cierto interés por la razón y cultura humana. Si el cristianismo no tuviera otros medios para llegar a los demás, habría desaparecido hace muchos siglos. Lo más grave es que, mientras no se te revela, no te puedes ni imaginar que haya otra forma de predicar y de llegar al corazón de la gente. Sin embargo, sí la hay. A su tiempo se te revela que no se trata de convencer a la gente sino de quebrantarla.
Está claro que ninguno de nosotros es capaz de quebrantar el corazón de nadie. Estamos en un terreno en el que sólo puede actuar el Espíritu, que es el que conoce y ama de verdad a cada uno de los corazones. Ninguna fórmula de contagio, de transmisión, de emoción, sentimiento o shock, puede llegar a romper la dureza y sordera de un corazón humano.
El quebrantamiento es una acción del Espíritu, perteneciente al don de inteligencia, por el que en un segundo, derrumbando creencias y certezas anteriores, hace ver, sentir y comprender algo referente a Dios. Es una revelación que suele ir acompañada de conmoción, lágrimas, compunción e iluminación.
En algunos casos es gracia de conversión; en otros, de fuerte crecimiento. Ya en lo humano hay quebrantamientos que cambian vidas. Cuando el quebrantamiento es del Espíritu y cambia una vida de pecado no viene con culpabilidad sino con una gran compunción.
Me siento empujado a hacer estas reflexiones porque hace dos días, después de una charla, mientras tomábamos algo en un bar, una chica se negaba a aceptar parte de lo que había escuchado. Yo les había hablado de cómo Dios nos ama, no directamente a cada uno de nosotros, sino en su hijo Jesucristo. Jesús ha sido hecho, para nosotros, sabiduría y justicia de Dios. La única ofrenda agradable al Padre es la de su hijo Jesucristo y, precisamente, la eucaristía consiste en ofrecer esa víctima sagrada como acción de gracias a Dios.
Al ofrecer a Jesús nos ofrecemos juntamente con él, ya que hemos muerto con él por el bautismo para, a su tiempo, ser también resucitados con él. A Dios no le agradan las ofrendas que le hacemos desde nosotros mismos, como le ocurrió a Caín, mientras que fueron aceptadas las de Abel, figura de Cristo.
No lo podía entender. Ella estaba acostumbrada a ofrecerle a Dios sus cosas, incluso su vida, y no había sentido nunca la necesidad de poner a Cristo entre ella y Dios. No pudimos convencerla con todos nuestros argumentos. En un momento de la conversación, otra chica le dice: “mira, esto es como un canje de rehenes”... De repente le empiezan a caer las lágrimas y, con gran suavidad y muy emocionada, nos dice: “estoy entendiendo”. Con las palabras “canje de rehenes”, se sintió tocada.
Cuando volvíamos a Madrid, conduciendo ella, no cesó ni un instante de hablar. En algunos momentos me rondaba el miedo por aquello de “prohibido hablar con el conductor” para no distraerle; pero aquí la distracción era endógena y total. Llena de gozo nos contaba cómo se le estaba metiendo Jesucristo en el corazón, cómo le estaba valorando y queriendo.
“Ahora veo que él lo es todo, que es en él, con él y por él”.Por otra parte se le hacía claro un gran contraste: por una parte, se veía a sí misma, enormemente pobre, aunque con mucha alegría; por otra, ya no tenía miedo, porque lo tenía todo en él. Terminaba diciendo: “Qué mimada, querida y protegida me siento”.
El quebrantamiento no pertenece al orden racional, ni siquiera al teológico sino al carismático. Carisma es una manifestación del Espíritu. Cuando sucede un carisma el protagonista principal del acontecimiento es el Espíritu. Los carismas, no sólo se derraman en la predicación, pero en ella son muy numerosos y se detectan con facilidad.. La condición es que el Espíritu se sienta libre para actuar. El que mejor expresa esta vivencia carismática es San Pablo cuando dice a los Ef. 6, 19: “”Ina moi dothê lógos èn ànoixei toû stòmatós mou”, que traducido literalmente, quiere decir: (orad por mí) “para que me sea dada la palabra, al abrir mi boca”.
Este lenguaje de San Pablo es clarificador. Si no fuera suyo no nos lo creeríamos. Nos dice que él, para predicar, abre la boca y, según va pronunciando, es el propio Espíritu el que va poniendo palabra y unción en lo que dice. Un hombre que pudiera hablar así, provocaría una cascada de quebrantamientos y conversiones. . Tal vez, a nosotros nos escandaliza este proceder, mas Pablo tenía muy claro que Dios, en su designio, había resuelto salvar al mundo, no por la sabiduría sino por la necedad de la predicación.
Evidentemente, no a todo el mundo se le puede pedir que predique de esta manera; sería tentar a Dios. Ahora bien, al que, después de un largo proceso, le sea dado hablar en el Espíritu de esa forma, que sepa que va por el buen camino. La mayoría de los predicadores nos quedamos a nivel puramente lógico, el cual, aunque no haya que despreciar, no le permite al Espíritu ser suficientemente libre.
La razón es que el que predica desde la inteligencia y desde la lógica tiene que preparar lo que dice: necesita hacer un esquema, buscar un contenido, explicarlo y probarlo, de tal forma que pueda ser captado por el oyente. Éste, sin embargo, puede estar perfectamente de acuerdo con lo que dice el predicador e, incluso, gustarle mucho, sin que cambie para nada su vida. Predicar al nivel del quebrantamiento no puede ser lo ordinario en la Iglesia.
La mayoría de los sacerdotes, como nos ha pasado a todos, tienen que recorrer el largo camino de dejarse poseer por el Espíritu para poder predicar con poder y con fuerza. El Espíritu no es monopolio de nadie; todos tenemos Espíritu Santo porque estamos bautizados. Ahora bien, lo importante para este asunto, no es tener al Espíritu sino que Él nos tenga y posea a nosotros, lo cual, requiere mucho tiempo y mucha apertura de corazón.
San Pablo se hace eco de estas mismas ideas en repetidas ocasiones. Nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, 17, que estando en Atenas sufría interiormente viendo la cantidad de templos y dioses falsos que pululaban por la ciudad. Discutía en el ágora con quien se pusiera a tiro y, un día, en el areópago, lanzó un gran discurso, de corte racionalista, queriendo convencer y hasta halagando la vanidad de los atenienses. Apenas cosechó fruto alguno.
Desde allí, cabizbajo, y habiendo aprendido bien la lección, se dirigió a Corinto. Él mismo nos cuenta con qué sentimientos abordó la evangelización de los corintios: “Yo, hermanos, cuando vine a vosotros, no llegué avalado por el prestigio de la oratoria y de la sabiduría. Al contrario, no quise saber entre vosotros otra cosa sino Jesucristo y éste, crucificado. Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada que ver con los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (I.Co.2, 1-5).
¿Qué sentido tiene entonces la reflexión cristiana? ¿Qué pasa con la teología? Evidentemente la gracia y la sabiduría de Dios tienen que encarnarse en la realidad del hombre, que es racional y algo más. El hombre siente y saborea a Dios con el corazón y lo ve con la inteligencia. Son los dones de sabiduría e inteligencia. Lo determinante, en este caso, es que la fuente de nuestro conocimiento de Dios no procede de la razón.
Para conocer a Dios tiene que haber un cambio de corazón y esto acontece con el quebrantamiento. El corazón del hombre, no suficientemente redimido, está condicionado por el pecado; sus malos deseos infectan todo su quehacer y todo su comprender. No se trata de ninguna malicia añadida por las circunstancias de la vida, es una malicia original, de naturaleza dañada.
De ahí que el hombre, al que no se le ha sanado el corazón, tiene cerrada su inteligencia, y todos sus pensamientos son naturales y carnales. No atisba ni vislumbra la sabiduría del Espíritu que emite en otra onda. Digo sucede, porque esta sabiduría misteriosa y escondida es revelación. Cuando estos presupuestos se dan, la razón humana, ya redimida, se hace apta para ser ungida y pensar sobre Dios en la onda del Espíritu. La razón y la inteligencia humana, ungidas, formulan las cosas de Dios, las comprenden y las trasmiten. La gran teología, la que brota de una experiencia revelada, tiene aquí su ubicación insustituible. Cualquier otra forma de pensar sobre Dios es intelectualismo.
La teología ungida no trata de convencer sino de testimoniar. El objeto de este testimonio no es primariamente la propia experiencia sino la acción de Jesucristo en nosotros. Este testimonio es un anuncio cuya realización personal o comunitaria es avalada por los hechos que constituyen la experiencia. Siempre es el poder y la bondad de Dios, manifestados en Jesucristo, los que quedan resaltados. De esa forma cualquier cosa que suceda será referida a Dios.
El ministro queda en segundo plano, con lo que se da al Espíritu la libertad para entrar en los corazones. Es claro que Él siempre puede hacer lo que Él quiera sin sujetarse a condicionamientos de ninguna clase; sin embargo, la experiencia nos dice que, de ordinario, va preparando a los sujetos para que reciban lo que han de recibir.
Yo pienso que los grandes santos son hombres de quebrantamiento. Cuando Santo Domingo de Guzmán logró arrebatar de la herejía a unas cuantas chicas, con las que fundó la orden de los dominicos, no creo que fuera, dado lo enormemente condicionadas que estaban dichas jóvenes, por simples convencimientos. Su predicación, sin duda, quemaba. Era como una espada de doble filo que penetra hasta el más interior recóndito de los corazones.
En la época en la que vivimos, tan racional, le va a ser muy difícil abrirse paso al mensaje si no son suscitados predicadores con Espíritu y poder. La gente tiene que reencontrarse consigo misma, en una experiencia más allá del círculo cerrado de su pensamiento y de su cultura.
Vamos a sentir la asfixia de la frívola banalidad en la que nos movemos. Cada vez son más las personas que agradecen las conversaciones con algo de contenido. La diversión vacía, con ruido, extroversión y futilidad, como la que se estila en los grandes centros de ocio, está causando estragos en mucha gente, como se percibe en el confesionario o en las conversaciones de los que van siendo rescatados de esa forma de vivir.
Hoy día, para que el mensaje sea creíble, se necesita una acción directa del Espíritu. No es suficiente la cultura cristiana, ya que ésta se ve acorralada por todas partes y pierde valoración. El empuje mediático de la concupiscencia de los ojos, de la soberbia de la vida, y de la arrogancia del dinero, confinan a la cultura cristiana en las regiones de lo infantil. En una gran discusión que tuvimos en la Nochebuena pasada, cuatro de mis sobrinos estaban totalmente seguros de que dentro de treinta años, el Vaticano, el Papa y la religión, habrán pasado a la historia.
Yo les respondí que ha habido muchos, a lo largo de la historia. que han matado a Dios, pero los únicos muertos son ellos. Dios goza de buena salud. Estoy seguro que nos esperan épocas en que abunden los quebrantamientos. La gran pastoral del futuro pasa por ahí.
En algunos casos es gracia de conversión; en otros, de fuerte crecimiento. Ya en lo humano hay quebrantamientos que cambian vidas. Cuando el quebrantamiento es del Espíritu y cambia una vida de pecado no viene con culpabilidad sino con una gran compunción.
Me siento empujado a hacer estas reflexiones porque hace dos días, después de una charla, mientras tomábamos algo en un bar, una chica se negaba a aceptar parte de lo que había escuchado. Yo les había hablado de cómo Dios nos ama, no directamente a cada uno de nosotros, sino en su hijo Jesucristo. Jesús ha sido hecho, para nosotros, sabiduría y justicia de Dios. La única ofrenda agradable al Padre es la de su hijo Jesucristo y, precisamente, la eucaristía consiste en ofrecer esa víctima sagrada como acción de gracias a Dios.
Al ofrecer a Jesús nos ofrecemos juntamente con él, ya que hemos muerto con él por el bautismo para, a su tiempo, ser también resucitados con él. A Dios no le agradan las ofrendas que le hacemos desde nosotros mismos, como le ocurrió a Caín, mientras que fueron aceptadas las de Abel, figura de Cristo.
No lo podía entender. Ella estaba acostumbrada a ofrecerle a Dios sus cosas, incluso su vida, y no había sentido nunca la necesidad de poner a Cristo entre ella y Dios. No pudimos convencerla con todos nuestros argumentos. En un momento de la conversación, otra chica le dice: “mira, esto es como un canje de rehenes”... De repente le empiezan a caer las lágrimas y, con gran suavidad y muy emocionada, nos dice: “estoy entendiendo”. Con las palabras “canje de rehenes”, se sintió tocada.
Cuando volvíamos a Madrid, conduciendo ella, no cesó ni un instante de hablar. En algunos momentos me rondaba el miedo por aquello de “prohibido hablar con el conductor” para no distraerle; pero aquí la distracción era endógena y total. Llena de gozo nos contaba cómo se le estaba metiendo Jesucristo en el corazón, cómo le estaba valorando y queriendo.
“Ahora veo que él lo es todo, que es en él, con él y por él”.Por otra parte se le hacía claro un gran contraste: por una parte, se veía a sí misma, enormemente pobre, aunque con mucha alegría; por otra, ya no tenía miedo, porque lo tenía todo en él. Terminaba diciendo: “Qué mimada, querida y protegida me siento”.
El quebrantamiento no pertenece al orden racional, ni siquiera al teológico sino al carismático. Carisma es una manifestación del Espíritu. Cuando sucede un carisma el protagonista principal del acontecimiento es el Espíritu. Los carismas, no sólo se derraman en la predicación, pero en ella son muy numerosos y se detectan con facilidad.. La condición es que el Espíritu se sienta libre para actuar. El que mejor expresa esta vivencia carismática es San Pablo cuando dice a los Ef. 6, 19: “”Ina moi dothê lógos èn ànoixei toû stòmatós mou”, que traducido literalmente, quiere decir: (orad por mí) “para que me sea dada la palabra, al abrir mi boca”.
Este lenguaje de San Pablo es clarificador. Si no fuera suyo no nos lo creeríamos. Nos dice que él, para predicar, abre la boca y, según va pronunciando, es el propio Espíritu el que va poniendo palabra y unción en lo que dice. Un hombre que pudiera hablar así, provocaría una cascada de quebrantamientos y conversiones. . Tal vez, a nosotros nos escandaliza este proceder, mas Pablo tenía muy claro que Dios, en su designio, había resuelto salvar al mundo, no por la sabiduría sino por la necedad de la predicación.
Evidentemente, no a todo el mundo se le puede pedir que predique de esta manera; sería tentar a Dios. Ahora bien, al que, después de un largo proceso, le sea dado hablar en el Espíritu de esa forma, que sepa que va por el buen camino. La mayoría de los predicadores nos quedamos a nivel puramente lógico, el cual, aunque no haya que despreciar, no le permite al Espíritu ser suficientemente libre.
La razón es que el que predica desde la inteligencia y desde la lógica tiene que preparar lo que dice: necesita hacer un esquema, buscar un contenido, explicarlo y probarlo, de tal forma que pueda ser captado por el oyente. Éste, sin embargo, puede estar perfectamente de acuerdo con lo que dice el predicador e, incluso, gustarle mucho, sin que cambie para nada su vida. Predicar al nivel del quebrantamiento no puede ser lo ordinario en la Iglesia.
La mayoría de los sacerdotes, como nos ha pasado a todos, tienen que recorrer el largo camino de dejarse poseer por el Espíritu para poder predicar con poder y con fuerza. El Espíritu no es monopolio de nadie; todos tenemos Espíritu Santo porque estamos bautizados. Ahora bien, lo importante para este asunto, no es tener al Espíritu sino que Él nos tenga y posea a nosotros, lo cual, requiere mucho tiempo y mucha apertura de corazón.
San Pablo se hace eco de estas mismas ideas en repetidas ocasiones. Nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, 17, que estando en Atenas sufría interiormente viendo la cantidad de templos y dioses falsos que pululaban por la ciudad. Discutía en el ágora con quien se pusiera a tiro y, un día, en el areópago, lanzó un gran discurso, de corte racionalista, queriendo convencer y hasta halagando la vanidad de los atenienses. Apenas cosechó fruto alguno.
Desde allí, cabizbajo, y habiendo aprendido bien la lección, se dirigió a Corinto. Él mismo nos cuenta con qué sentimientos abordó la evangelización de los corintios: “Yo, hermanos, cuando vine a vosotros, no llegué avalado por el prestigio de la oratoria y de la sabiduría. Al contrario, no quise saber entre vosotros otra cosa sino Jesucristo y éste, crucificado. Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada que ver con los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (I.Co.2, 1-5).
¿Qué sentido tiene entonces la reflexión cristiana? ¿Qué pasa con la teología? Evidentemente la gracia y la sabiduría de Dios tienen que encarnarse en la realidad del hombre, que es racional y algo más. El hombre siente y saborea a Dios con el corazón y lo ve con la inteligencia. Son los dones de sabiduría e inteligencia. Lo determinante, en este caso, es que la fuente de nuestro conocimiento de Dios no procede de la razón.
Para conocer a Dios tiene que haber un cambio de corazón y esto acontece con el quebrantamiento. El corazón del hombre, no suficientemente redimido, está condicionado por el pecado; sus malos deseos infectan todo su quehacer y todo su comprender. No se trata de ninguna malicia añadida por las circunstancias de la vida, es una malicia original, de naturaleza dañada.
De ahí que el hombre, al que no se le ha sanado el corazón, tiene cerrada su inteligencia, y todos sus pensamientos son naturales y carnales. No atisba ni vislumbra la sabiduría del Espíritu que emite en otra onda. Digo sucede, porque esta sabiduría misteriosa y escondida es revelación. Cuando estos presupuestos se dan, la razón humana, ya redimida, se hace apta para ser ungida y pensar sobre Dios en la onda del Espíritu. La razón y la inteligencia humana, ungidas, formulan las cosas de Dios, las comprenden y las trasmiten. La gran teología, la que brota de una experiencia revelada, tiene aquí su ubicación insustituible. Cualquier otra forma de pensar sobre Dios es intelectualismo.
La teología ungida no trata de convencer sino de testimoniar. El objeto de este testimonio no es primariamente la propia experiencia sino la acción de Jesucristo en nosotros. Este testimonio es un anuncio cuya realización personal o comunitaria es avalada por los hechos que constituyen la experiencia. Siempre es el poder y la bondad de Dios, manifestados en Jesucristo, los que quedan resaltados. De esa forma cualquier cosa que suceda será referida a Dios.
El ministro queda en segundo plano, con lo que se da al Espíritu la libertad para entrar en los corazones. Es claro que Él siempre puede hacer lo que Él quiera sin sujetarse a condicionamientos de ninguna clase; sin embargo, la experiencia nos dice que, de ordinario, va preparando a los sujetos para que reciban lo que han de recibir.
Yo pienso que los grandes santos son hombres de quebrantamiento. Cuando Santo Domingo de Guzmán logró arrebatar de la herejía a unas cuantas chicas, con las que fundó la orden de los dominicos, no creo que fuera, dado lo enormemente condicionadas que estaban dichas jóvenes, por simples convencimientos. Su predicación, sin duda, quemaba. Era como una espada de doble filo que penetra hasta el más interior recóndito de los corazones.
En la época en la que vivimos, tan racional, le va a ser muy difícil abrirse paso al mensaje si no son suscitados predicadores con Espíritu y poder. La gente tiene que reencontrarse consigo misma, en una experiencia más allá del círculo cerrado de su pensamiento y de su cultura.
Vamos a sentir la asfixia de la frívola banalidad en la que nos movemos. Cada vez son más las personas que agradecen las conversaciones con algo de contenido. La diversión vacía, con ruido, extroversión y futilidad, como la que se estila en los grandes centros de ocio, está causando estragos en mucha gente, como se percibe en el confesionario o en las conversaciones de los que van siendo rescatados de esa forma de vivir.
Hoy día, para que el mensaje sea creíble, se necesita una acción directa del Espíritu. No es suficiente la cultura cristiana, ya que ésta se ve acorralada por todas partes y pierde valoración. El empuje mediático de la concupiscencia de los ojos, de la soberbia de la vida, y de la arrogancia del dinero, confinan a la cultura cristiana en las regiones de lo infantil. En una gran discusión que tuvimos en la Nochebuena pasada, cuatro de mis sobrinos estaban totalmente seguros de que dentro de treinta años, el Vaticano, el Papa y la religión, habrán pasado a la historia.
Yo les respondí que ha habido muchos, a lo largo de la historia. que han matado a Dios, pero los únicos muertos son ellos. Dios goza de buena salud. Estoy seguro que nos esperan épocas en que abunden los quebrantamientos. La gran pastoral del futuro pasa por ahí.
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