jueves, 30 de julio de 2020

Consuelo

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3).

Está en el corazón de Dios el querer reconfortar a su pueblo. Tenemos que empezar con esta verdad central. Toda consolación para cualquier sufrimiento surge de la comprensión y, la comprensión, es un reflejo del corazón. Toda consolación divina es el puro reflejo del corazón de Dios. ¡Oh, qué deficientes somos en enfocar esta verdad! El corazón de Dios es nuestro corazón: En él moramos y estamos como en un hogar y dentro de él.

¿Podemos dudar de su corazón por un momento cuando en su pecho encontró al Cordero para ofrecer en sacrificio por nuestro pecado? Si pues, no escatimó a su propio Hijo, sino que lo dio por todos nosotros (Ro. 8:32), ¿podemos tener alguna duda que apague la esperanza de consolación de Dios que anida en lo más hondo de nuestro más profundo sufrimiento y congoja? En el mismo corazón que Jesús nos dio, se encuentra la fuente divina de toda consolación verdadera que fluye a nuestro lado en este valle de lágrimas.

Hija de aflicción, hijo de tribulación: Dios lo ama con todo su corazón. Son de usted cada pulso de vida, cada latido de amor, cada flujo de compasión y cada gota de comprensión.

El corazón de Dios habla a su corazón. Su profundo amor está en sintonía con el profundo dolor de usted. ¿Acaso lo duda? Escuche su mandato a su siervo, el Profeta: “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados” (Is. 40:1-2).

Tome nota de la ternura de la consolación de Dios.

Es como el corazón de una madre. ¿Quién puede tener un corazón tan lleno de amor, ternura y comprensión como el de ella? Tome nota de las palabras conmovedoras: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (Is. 66:13).

¿De qué manantial de amor tan puro, de qué fuente de sensibilidad tan profunda, de qué vertiente tan dulce, fluyen la comprensión y consolación en tiempos de adversidad y dolor como el de ella? El corazón de la madre es el primer lugar donde entra el amor y el último del que sale.

Nace cuando nacemos nosotros, crece con nuestro crecimiento y se aferra a nosotros a lo largo de todos los cambios de la vida. Sonríe cuando nosotros sonreímos y llora cuando nosotros lloramos.

Cuando los años han nublado la vista, la cabeza está cubierta de canas y las nieves de muchos inviernos encorvan su cuerpo, el amor de madre sigue siendo tan profundo, vivaz y cálido como cuando tuvo en sus brazos su tesoro recién nacido. Así también es la consolación con la que Dios consuela a su pueblo. “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (Is. 66:13).

Hemos presentado la idea de las consolaciones de Dios como maternales. También nos consuela como un padre. Todas las medidas correctivas de Dios son paternales, igualmente, lo es su consuelo. La mano que mata, la mano que da vida, la mano que hiere y la mano que venda es la mano del Padre. “Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?” (He. 12:7). “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (Sal. 103:13).

Esta imagen encuentra eco en el corazón de cada padre y cada madre. ¡Qué calma da descubrir que la disciplina de una prueba viene de la mano de un Padre! Él nos reprende, amonesta y corrige como lo hace un padre con los hijos que ama y esto suaviza, calma y cura nuestras heridas. “Si esta copa viene de mi Padre”, exclama el hijo afligido, “entonces la beberé sin quejarme. Me ha herido el corazón de lado a lado.

Puede haberme afligido, pero sigue siendo mi Padre y yo le ofreceré mi reverencia, sometiéndome silenciosa y sumisamente a la vara que sólo el amor ha enviado y que ya está brotando para convertirse en una fruta preciosa, haciéndome partícipe de su santidad”.

Acepte pues, el consuelo con que el Padre busca sostenerlo y calmarlo en su calamidad presente. No se niegue a ser consolado. Rechazar la consolación divina porque la mano de Dios lo ha golpeado, es aferrarse a un espíritu contrariado y rebelde contra Dios.

El rechazo persistente a todas las promesas, garantía y consolaciones de su Padre celestial, dice: “Dios me ha herido profunda y dolorosamente, no puedo perdonarlo y no puedo olvidar la ofensa”. ¿Tiene razón para estar tan indignado? Por amor, oscureció su hogar con la muerte ¿o es que transfirió la flor terrenal para que floreciera en el paraíso celestial?

¿Rechazará ahora la consolación que sinceramente derramaría en su corazón, exclamando con el espíritu de contumacia y rebeldía: “Mi alma rehúsa consuelo”? ¡Dios no lo quiera! Rinda su corazón a ese consuelo como la flor sedienta al rocío y, con profunda gratitud, exclame: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones” (2 Co. 1:3-4).

¡Es un gozo pensar que en su propio corazón infinito, en el pacto de su gracia, en el evangelio de su amor y en nuestro Señor Jesucristo, ha provisto consuelo para todos los sufrimientos de su pueblo! No puede aparecer ninguna prueba nueva en su camino, ningún dolor que empañe su espíritu, ninguna calamidad nueva que lo aplaste contra el suelo, que el Dios de toda consolación no haya anticipado en el consuelo que ha provisto a su Iglesia.

“¡Cuán grande es tu bondad, que has guardado para los que te temen, que has mostrado a los que esperan en ti, delante de los hijos de los hombres!” (Sal. 31:19).

¡Y qué consuelo es el Señor Jesucristo para su pueblo! No puede haber ninguna revelación de Dios como el Dios de toda consolación, excepto por medio de Cristo. Él es el Depositario de nuestra consolación, tanto que es llamado “la consolación de Israel” (Lc. 2:25). Cristo es nuestro consuelo y el Espíritu Santo es nuestro Consolador.

¿Quién puede escuchar estas palabras de ternura y amor que brotan de sus labios para los corazones dolientes de sus discípulos en víspera de ser separados de él y no sentir que Cristo es realmente la consolación de su pueblo? “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay” (Jn. 14:1-2).

¿Surge su dolor de un sentimiento de pecado? La sangre de Jesús perdona. ¿Es por una convicción de condenación? La justicia de Cristo justifica. ¿Es el poder del pecado en usted? La gracia de Jesús lo vence. ¿Es por alguna necesitad temporal urgente? Todos sus recursos se encuentran en Jesús y él ha prometido suplir todas sus necesidades para que no le falten el pan y el agua.

¿Es su sufrimiento debido al profundo dolor de haber perdido a un ser querido? ¿Dónde podría encontrar una compasión tan tierna como la del corazón de Jesús de quien está escrito “Jesús lloró”? (Jn. 11:35).

¿Quién puede consolar ese dolor más que Cristo? Él puede consolar y lo hace. ¿Corre usted algún peligro o se encuentra ante una dificultad que parece imposible de superar? Cristo es todo poder y él lo defenderá contra su enemigo y quitará de su camino la piedra de tropiezo.

¿Alguna enfermedad o declinación en su salud afecta su espíritu? Aquel que “tomó nuestras enfermedades” (Mt. 8:17) es su consolación ahora y no lo dejará sufrir solo. Él puede curar su mal con una palabra o tender su cama en medio de la enfermedad con el sostén de su gracia y las manifestaciones de su amor, de manera que pueda seguir allí con paciencia todo el tiempo que a él le plazca…

Aprenda de este tema a llevarle de inmediato sus problemas a Dios. Dios quiere que lo use como el Dios de toda consolación. ¿Por qué se daría a conocer como tal si no quisiera que usted recurra a él inmediatamente y sin vacilación en cada tribulación? Estas son enviadas con este propósito, que tenga “ahora… amistad con él”.

Muchas pobres almas han conocido por primera vez a Dios en medio de alguna tribulación profunda y dolorosa. No fue hasta que Dios les quitó de raíz todos los consuelos terrenales que pudieron ver que habían estado viviendo sin Dios.

Pero es en las etapas avanzadas de nuestra vida de fe cuando sabemos más del carácter de Dios; aprendemos más de su corazón amante y su Palabra revelada cuando recurrimos a él en nuestras tribulaciones para recibir el consuelo que sólo él puede dar. ¡Oh, la bendición de la cercanía divina que ha resultado de nuestros sufrimientos!... Y no debemos ignorar los diversos medios con los cuales Dios nos conforta. Nos conforta con sus palabras y las doctrinas, promesas y normas que en ella encontramos.

Nos conforta por medio de la oración, atrayéndonos a su trono de misericordia y a tener comunión con él por medio de Cristo. ¡Qué consuelo fluye a través de este medio! En el momento que nos despertamos y nos entregamos a la oración, tenemos conciencia de una quietud mental y una calma indescriptible en el corazón.

La oración ha alivianado la carga, disuelto los nubarrones y dado pruebas de ser una entrada para la paz, el gozo y la esperanza que sobrepasan todo entendimiento y están llenas de gloria… Tampoco olvidemos que Dios, a menudo, consuela a su pueblo quitando todo consuelo aparte de él. Le dijo a su Iglesia: “He aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón” (Os. 2:14).

¿Lo está llevando a usted, muy amado, al desierto de la separación, la tribulación o la soledad? Puede estar seguro que es para confortarlo, para hablarle a su corazón y para revelarse como el “Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones”.

Así es como aprendemos que, si vamos a recibir verdadera consolación, tenemos que apresurarnos a recurrir al cielo con fe para obtenerla. Es un tesoro que no existe sobre la tierra. Es una joya del cielo, una flor del paraíso que no existe en ninguna mina ni crece en ningún jardín terrenal.

Podemos labrar nuestras propias cruces, pero no podemos fabricar nuestro propio consuelo. Si lo buscamos entre los mortales, no hacemos más que buscar lo vivo entre lo muerto…

¿Le ha dado Jesús consuelo en exceso? Vaya y derrame el exceso en algún corazón herido. Recuerde uno de los propósitos de la consolación de Dios es “para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Co. 1:4).

Qué privilegio tan grande, santo y divino, poder ir al hogar enlutado, al cuarto del enfermo, a su lecho, al creyente en Jesús que pasa por alguna adversidad o al hijo de luz que anda en oscuridad, y fortalecerle y reconfortarlo en Dios. Teniendo esto como nuestra misión, seamos imitadores de Dios, el “Dios de toda consolación”.

Quiero recordarle con qué fuente de consolación cuenta usted: Su Dios es este Dios de toda consolación. Dado que usted posee las corrientes, las corrientes que lo llevan a su manantial, entonces todo lo que está en Dios es suyo. Supongamos que el suyo es un caso de sufrimiento extremo. Imaginémonos que tiene problemas familiares, que está abatido por sus circunstancias, sin amigos y sin hogar.

Sin embargo y a pesar de todo esto, pongo todo en balanza y afirmo que pesa más la verdad de que el Dios de toda consolación es su Dios. Sabiendo que esta bendición pesa infinitamente más que toda su carencia y su dolor, le ruego que haga que la soledad por la que está pasando se convierta en un eco que reverbere con sus gritos de gozo y sus cantos de alabanza.

¿Qué si su hogar está desolado y sus provisiones son escasas? ¿Qué si su corazón se siente solitario y su cuerpo está enfermo? ¿Qué es todo esto si Dios es su Dios, si Cristo es su Salvador y si el cielo es su morada? ¡En medio de sus pruebas, sufrimientos y dolores, tiene más razón para ser feliz y para cantar que la que tienen los ángeles más esplendorosos delante de trono! La posición de estos es su propia justicia, la de usted es la justicia de Dios. ¡Ellos adoran a Dios desde una distancia discreta, usted lo hace de cerca porque entra en el santuario por la sangre de Cristo y lo llama “Padre”!

¿Acaso no es un consuelo tener la seguridad de que Cristo es suyo y que usted es de Cristo? Con un Salvador y Amigo así, con un Defensor e Intercesor en el cielo como Jesús, ¡qué reconfortado debiera estar en todas sus tribulaciones! Jesús lo conoce, otros quizá no.

El mundo hostiga, los santos juzgan; los amigos no comprenden y los enemigos condenan, sólo porque no lo conocen o no lo pueden comprender. ¡Jesús lo conoce! Que esto le baste. Qué reconfortante que puede usted admitirlo en cada rincón de su alma y en cada secreto de su corazón con la seguridad de que él todo lo ve, todo lo sabe y todo lo comprende…

¡Oh, vivir con Jesús independientemente de los santos y en un plano superior que el mundo! Eso es consuelo verdadero. El instante cuando percibimos claramente que “Cristo nos conoce plenamente: Nuestras debilidades personales, nuestros sufrimientos secretos, nuestras pruebas familiares, nuestras ansiedades profesionales, toda nuestra vida interior”, somos reconfortados como ningún amigo en la tierra o ángel en el cielo puede reconfortarnos. ¡Qué Cristo es el nuestro! Cuánto debemos amarlo, confiar en él, servirle y, de ser necesario, sufrir y morir por él.


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